El día había amanecido claro, con una brisa suave que se deslizaba acariciando cada grieta y cada saliente de aquel acantilado. La naturaleza había ido modelando la roca. Las grandes olas en los días de tormenta trabajaban como las manos de un escultor, picando la piedra aquí y allá, dando formas, creando. Los fuertes vientos trasladaban los trozos de piedra y las arenas de un lado a otro. La roca siempre está viva, siempre cambiante.
En cada hendidura se proyectaba la vida. Los nidos de varias especies de aves se cobijaban en las aberturas del arrecife. Las parejas de progenitores se alternaban en el cuidado de los huevos moteados a la espera del gran día. Así sucede año trás año.
Llegaron los meses de la eclosión y el despeñadero se llenó de pequeños polluelos con plumón de motitas y ojos curiosos. Los padres tendrían que alimentarlos y cuidarlos durante unos meses, hasta que sus plumas les permitieran despegarse de la roca y salir a conocer el mundo.
Durante este tiempo de espera, uno de los pollitos asomada al exterior a través de una rendija, veía cada noche una intermitente luz que iluminaba el mar. Se entretenía calculando el tiempo que transcurría entre cada destello, ilusionada con descubrir en el horizonte algo desconocido y maravilloso. Su imaginación se desbordaba. Se veía transportada por el rayo luminoso hasta más allá de las aguas. Hacia lo desconocido.
¡Qué agradecida estaba a aquellos destellos que la sacaban del aburrimiento de su encierro! Apenas podía moverse unos metros alrededor del nido y siempre bajo la supervisión de uno de sus padres. Toda vigilancia era poca para sacar adelante a la prole. Les rodeaban muchos enemigos.
Así transcurrieron las casi seis semanas que necesitaron sus plumas para estar dispuestas a emprender el vuelo.
La pequeña curiosa pasó muchas horas intentando aprender a volar y cada vez se alejaba un poco más de los picos desde los que se lanzaba al aire.
Su deseo era estar preparada para que al llegar la noche pudiera escapar y acercarse a la luz. ¿De dónde vendría?. Su pensamiento era colocarse en el centro de una de las ráfagas y volar a la velocidad de la luz. Sería el polluelo de gaviota más veloz de la historia.
Al llegar la oscuridad, la luz comenzó su rutinaria aparición, su previsible aparecer y desaparecer.
La pequeña gaviota se asomó cuanto pudo y se lanzó al vuelo en busca del lugar del que salía aquella poderosa luminiscencia. ¿Quién tendría semejante poder?.
Fué tal la impresión que sufrió al ver la enorme torre que lanzaba a la noche aquellos rayos de luz, que por poco cae rodando acantilado abajo.
Después de algunos minutos, ya repuesta del susto, se preparó para levantar el vuelo ayudada por una ráfaga de viento que dió impulso a sus recién estrenadas alas. Le costó un gran esfuerzo llegar hasta la torre, pero, cuando estuvo sobre la barandilla del balcón que rodeaba la linterna del faro, se sintió satisfecha, poderosa, estaba tan alta como la luz que la había acompañado noche trás noche y pensó que no le importaría quedarse allí a vivir. De día estaría a salvo de depredadores , al atardecer tendría una vista magnífica para encontrar restos de pescado traídos a las calas por las olas y de noche estaría acompañada por su incandescente amiga. La que había despertado su curiosidad y disparado su imaginación.
Vivir en un faro es mi sueño, pensó, y se quedó allí. Con la mejor vista del entorno. Alejada de ruidos y multitudes. Con el sonido acompasado de las olas, a veces pianísimo, a veces vivace. Con el bramido de la sirena en los días de niebla, que espantaba a otras gaviotas pero que ella escuchaba con tranquilidad, adormecida por su monotonía.
El farero se acostumbró a la presencia de ella y todas las noches subía la larga escalera de caracol para dar una chuchería a la joven y desearle buenas noches.
El hombre del faro dormía relajado porque sabía que la gaviota estaría pendiente de cualquier accidente que pudiera acontecer. Ella había sido atraída por esa luz a la que no podía dejar de mirar.
Durante este tiempo de espera, uno de los pollitos asomada al exterior a través de una rendija, veía cada noche una intermitente luz que iluminaba el mar. Se entretenía calculando el tiempo que transcurría entre cada destello, ilusionada con descubrir en el horizonte algo desconocido y maravilloso. Su imaginación se desbordaba. Se veía transportada por el rayo luminoso hasta más allá de las aguas. Hacia lo desconocido.
¡Qué agradecida estaba a aquellos destellos que la sacaban del aburrimiento de su encierro! Apenas podía moverse unos metros alrededor del nido y siempre bajo la supervisión de uno de sus padres. Toda vigilancia era poca para sacar adelante a la prole. Les rodeaban muchos enemigos.
Así transcurrieron las casi seis semanas que necesitaron sus plumas para estar dispuestas a emprender el vuelo.
La pequeña curiosa pasó muchas horas intentando aprender a volar y cada vez se alejaba un poco más de los picos desde los que se lanzaba al aire.
Su deseo era estar preparada para que al llegar la noche pudiera escapar y acercarse a la luz. ¿De dónde vendría?. Su pensamiento era colocarse en el centro de una de las ráfagas y volar a la velocidad de la luz. Sería el polluelo de gaviota más veloz de la historia.
Al llegar la oscuridad, la luz comenzó su rutinaria aparición, su previsible aparecer y desaparecer.
La pequeña gaviota se asomó cuanto pudo y se lanzó al vuelo en busca del lugar del que salía aquella poderosa luminiscencia. ¿Quién tendría semejante poder?.
Fué tal la impresión que sufrió al ver la enorme torre que lanzaba a la noche aquellos rayos de luz, que por poco cae rodando acantilado abajo.
Después de algunos minutos, ya repuesta del susto, se preparó para levantar el vuelo ayudada por una ráfaga de viento que dió impulso a sus recién estrenadas alas. Le costó un gran esfuerzo llegar hasta la torre, pero, cuando estuvo sobre la barandilla del balcón que rodeaba la linterna del faro, se sintió satisfecha, poderosa, estaba tan alta como la luz que la había acompañado noche trás noche y pensó que no le importaría quedarse allí a vivir. De día estaría a salvo de depredadores , al atardecer tendría una vista magnífica para encontrar restos de pescado traídos a las calas por las olas y de noche estaría acompañada por su incandescente amiga. La que había despertado su curiosidad y disparado su imaginación.
Vivir en un faro es mi sueño, pensó, y se quedó allí. Con la mejor vista del entorno. Alejada de ruidos y multitudes. Con el sonido acompasado de las olas, a veces pianísimo, a veces vivace. Con el bramido de la sirena en los días de niebla, que espantaba a otras gaviotas pero que ella escuchaba con tranquilidad, adormecida por su monotonía.
El farero se acostumbró a la presencia de ella y todas las noches subía la larga escalera de caracol para dar una chuchería a la joven y desearle buenas noches.
El hombre del faro dormía relajado porque sabía que la gaviota estaría pendiente de cualquier accidente que pudiera acontecer. Ella había sido atraída por esa luz a la que no podía dejar de mirar.
1 comentario:
Una historia preciosa, Leo. Me encantan los faros, y no tengo ninguna foto hecha por mi, de ninguno, tendré que ponerme manos a la obra
Un beso,guapa. Me encanta pasar por tu blog
Lola
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