Relato basado en una imagen. Trabajo del capítulo 5 del Curso de Escritura Creativa.
Salimos a navegar antes del alba, los aparejos dispuestos
desde hacía más de una semana y acabado de cargar todo lo necesario la tarde
anterior. Las velas desplegadas aprovechando el poco viento que soplaba a esas
horas tempranas del día. El patrón del barco, un viejo marino de cara bronceada
y manos fuertes, nos había arengado al
zarpar, tenía la certeza de que sería una excelente campaña y los nuevos
marineros, casi todos muy jóvenes, se hicieron a la mar ilusionados. En tierra
quedaban otros barcos que zarparían horas después y la cala se vislumbraba
desde lejos como una ensoñación, las arenas húmedas, lecho de diminutos
cristales, cubiertas de barcas varadas que se escoraban levemente sobre uno de
sus costados, como dormidas. Los veleros, con los mástiles desnudos, el trapo
recogido y el bauprés apuntando a la
costa escarpada, como lanzas amenazantes. Desde la lejanía se
columbraba aún la torre de la iglesia con su domo plateado iluminado por la luz
de la luna que todavía alumbraba desde lo alto, perdiéndose poco a poco a
medida que la mañana comenzaba a imponerse. Las casas en la falda de la montaña
parecía que nos despidieran con sus ventanas iluminadas por los quinqués que
las mujeres colocaban cada vez que un barco se hacía a la mar en la oscuridad.
Al otro lado del monte, sobre un saliente, el faro seguía con sus intermitentes
ráfagas que callarían en cuanto apareciera el sol por el horizonte. Faltaban horas hasta que nos adentráramos en
alta mar, navegábamos despacio, al ritmo que nos marcaba el viento, a toca
vela. Nadie, salvo el patrón, sabía con exactitud a dónde nos dirigíamos, dónde
se encontraban los caladeros en los que comenzaríamos a faenar. Solo el patrón,
encerrado en su camarote, con las cartas marinas desplegadas, iba marcando el
rumbo y corrigiendo derivas. En cubierta se respiraba tranquilidad y algunos de
los nuevos habían empezado a palidecer afectados por el mareo pero lo
disimulaban asomados a la borda como si de pronto se pudiera ver el fondo
marino y los incalculables tesoros que las aguas custodian.
La campaña tendría una duración de veintiocho días y desde
que zarpamos no volveríamos a tocar tierra hasta pasado ese tiempo. Tendríamos
que soportar cambios bruscos de tiempo, tempestades, borrascas, y días de calma chicha, pero volveríamos con una
buena captura y nos recibirían como a reyes, las mujeres y los niños esperarían
en las rocas que rodean la cala, alegres y esperanzados, deseando ver a lo
lejos nuestro velamen inflado tirando con fuerza del velero y la magnífica
carga que atesoraríamos en nuestras bodegas.
Yo, sentado cerca del timonel, seguía tomando nota de todo lo que iba
aconteciendo. Era la primera vez que navegaría tantos días sin ver tierra pero
me había hecho el firme propósito de terminar de una vez la novela que llevaba
años rondándome el pensamiento.