Casa de Comedias 24 de septiembre de 1810
La ciudad era un revuelo de gentes, por la calle Real habitualmente tranquila, no dejaban de rodar carruajes, los vecinos de la Isla se habían vestido con sus mejores galas para asistir al paso de los señores del congreso, desde la esquina del Castillo de San Romualdo hasta la Plaza de las Tres Cruces era un bullicio como si de una feria se tratara.
Rosita era muy joven, una muchacha criada en la plazoleta de las vacas, acostumbrada al lenguaje de los mercaderes que hacían allí sus intercambios, su padre era capataz en una salina en la que entró de hormiguilla acarreando la sal con un borriquito desde los tajos hasta el salero. Este 24 de septiembre de 1810, desde muy temprano su madre la había estado achuchando para que se arreglara el pelo, se diera unos polvos de arroz que guardaba para ocasiones especiales y se vistiera con un precioso vestido que llevaban días confeccionando. Era un día para lucirse y aunque eran humildes sabían que lo que se estaba gestando en su pueblo era algo de mucha importancia sino a qué habrían venido señores de tanto rango. El Mesón del Duque estaba a rebosar, y muchas casas de la Isla tuvieron que acoger a los visitantes porque no había suficientes camas en los mesones.
Rosita salió de su casa y subió la cuesta hasta llegar a la calle Santo Domingo para desde allí dirigirse al Callejón de Croquer por donde accedería directamente a la calle Real. Iba como una princesa, así lo pregonaba su madre desde su puerta para que todas las vecinas salieran a verla. Ella, tímida pero coqueta balanceaba sus caderas adaptando su paso por los difíciles pedruscos que enchinaban las calles. Sus tirabuzones seguían el mismo ritmo y no hubo hombre que se cruzara con ella que no tuviera un requiebro con el que lisonjearla. Cuando llegó a la altura de la Plaza Iglesia, quedó sorprendida por la cantidad de militares que lucían sus uniformes impolutos y aquellas personalidades de gran prestancia que paseaban con tal parsimonia que por unas horas fue como si la guerra hubiera finalizado.
Su tía que la acompañaba llegó casi ahogada hasta la muchacha que en su afán de no perderse nada había hecho el camino a toda prisa dejando atrás a la pobre mujer.
Las autoridades ya salían de la Iglesia Mayor camino de la Casa de Comedias que se había habilitado para acoger sus reuniones en las que se estudiaba la situación del país acosado por los franceses, las conquistas del territorio durante la Guerra de la Independencia los había ido replegando hasta dejar solo la Isla de León y Cádiz como único territorio español.
Los diputados se dirigieron a sus asientos situados bajo los palcos que fueron ocupados por el cuerpo diplomático. En una mesa central estaba el Presidente de las Cortes y los secretarios. Rosita y su tía subieron hasta los pisos altos destinados al público.
Años después, ya con varios hijos que correteaban por su plazoleta, Rosita paseaba del brazo de su marido, aquel muchacho que con solo mirarla supo que sería su mujer para toda la vida. Iba recordando el día de su boda en la iglesia de su barrio, aquella en la que fue bautizada y donde hizo su primera comunión, la misma que hoy visitaría para arrodillada ante la Divina Pastora dar gracias por todo, incluso por aquella mala guerra que redujo España una pequeña isla y que puso en su camino al hombre que la acompañaba.