Corría el mes de febrero de mil novecientos veinte.
El telegrafista oyó el sonido del mensaje:
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Las palabras decodificadas eran lacerantes. Salió en busca del chico que le hacía las entregas urgentes.
El muchacho, un jovenzuelo de catorce años, andaba siempre por los alrededores con su vieja bicicleta.
La tenía desde pequeñito y ésta daba la impresión de que crecía a la vez del muchacho. Encontraba utilidad a cualquier pieza que pudiera servirle para reparar desperfectos, un pedal, una rueda vieja, una oxidada cadena.
Su tiempo, salvo las horas de clase, lo dedicaba a reparar su querida compañera y a pasear con ella. Conocía la isla de cabo a rabo.
El operador de telégrafos se dirigió a la playa por donde el muchacho solía pasear. Allí estaba, caminando por la arena, dando patadas al aire y a la espuma de las olas que bañaban sus pies descalzos, tiraba piedras sobre la superficie del agua para contar las veces que rebotaban y mientras ejercitaba su cuerpo, sus pensamientos iban revoloteando dentro de su cabeza. Vivía en un espacio indeterminado entre la tierra y las nubes.
Desde lo alto de un risco se oyó la voz del hombre que sonó en toda la costa de la isla, y siguió sonando durante horas, girando una y otra vez alrededor de Lanzarote. Fue un eterno eco lastimero.
El chico vio al hombre agitando los brazos enérgicamente para que se acercara. Corrió hasta las piedras, sacudió la arena de sus pies y se calzó sus ajadas botas de piel de cabra. Durante unos minutos el joven estuvo subiendo el escarpado terreno de piedras oscuras y al llegar arriba, el amigo lo tomó del brazo y lo llevó hasta el camino.
El mensajero sabía que las urgencias casi siempre entrañaban malas noticias.
Sobre una roca de lava petrificada estaba apoyada su bicicleta. Se subió en ella y agarró el cablegrama mientras escuchaba atento las indicaciones del lugar donde debía entregarlo.
Como un relámpago, desapareció por aquel camino que acababa donde el embravecido mar arremete contra los peñascos grisáceos, allí donde se alza la regordeta torre de uno de los faros de la isla, en la punta llamada Pechiguera.
El día empezaba a declinar, la tarde iba envolviendo con luces anaranjadas el paisaje volcánico, el sol lanzaba sus rayos delicadamente, casi horizontales, haciéndolos resbalar sobre las aguas.
Cuando llegó a la puerta del faro golpeó la manecilla de latón ennegrecido donde figuraban las letras O.P. y esperó durante un rato. El farero había subido a inspeccionar la lámpara. La puerta de madera se abrió.
Don Antonio, que así se llamaba el farero, no era el titular, estaba allí supliendo durante unos meses a un colega enfermo.
El muchacho entregó el papel y, se marchaba cuando, algo le hizo girarse. La cara del torrero se había demudado y el telegrama había caído de sus manos y volaba llevado por el viento hacia la linterna del faro.
Su rostro pasó de una expresión de consternación a una de ira y sus manos se cerraron con tal fuerza que las uñas entraron en su carne. Deambuló sin sentido, recorrió de un lado a otro la acera que rodea la casa y luego se lanzó al trote como alma que lleva el diablo por las piedras negras que llegan al mar, por las rubias arenas de las calas que contrastan con la negrura de los alrededores, por caminos y senderos, por peñas y bancales. Corrió durante horas. Varias veces alcanzó al eco.
Días más tarde se bajaba de un coche de alquiler a la entrada de su vivienda en Sancti Petri, donde hacía unos meses habían quedado su mujer y tres hijos, mientras él hacía aquella sustitución.
Don Antonio era titular del faro del islote del Castillo, allí estaba su hogar y su familia. Mari Pepa, su esposa, se había quedado cuidando a sus hijos y especialmente a la pequeña Isabel, que unas recurrentes diarreas habían dejado muy débil. Según contaba ella misma muchos años después, se había salvado comiendo uva moscatel, cantidades ingentes de fruta recién cortada de las viñas de Chiclana.
Tenían otros dos hijos, Antonio y Manolita.
Manolita era la mayor desde que, Serafín, el primogénito, murió de una hernia mal curada. Manolita era una niña especial, muy inteligente. Su padre solía decir que los ojos de la niña miraban con tal curiosidad que más que mirar parecía que espiaba y cuando hablaba sus palabras mostraban las inquietudes de una persona imaginativa y soñadora.
Mari Pepa aparecía angustiada, no sabía muy bien como relatar a su marido los acontecimientos. Comenzó aclarando que la chiquilla estaba saludable, que comía bien y disfrutaba plenamente de la vida, que nada hacía presagiar este suceso. Sollozaba mientras acariciaba a su hija pequeña, tan delicada, con aquellos ojos saltones y nariz respingona, que no entendía nada de lo que ocurría a su alrededor. ¡Cuántas veces dijo Isabel
que sus padres pensarían en aquellos momentos que debía haber sido ella la que hubiera muerto y no su hermosa hija mayor!. Ella nunca llegó a tener hijos y creo que murió sin entender que sus padres jamás habrían pensado eso.
Don Antonio escuchaba las tristes palabras de su mujer:
- La niña vino del colegio como siempre, pero al rato la noté preocupada, cabizbaja, no salió a jugar como siempre a la plaza. Se sentó junto a la ventana que da al espigón y se puso a trazar líneas con el dedo sobre el cristal de la ventana. En vano intenté varias veces llamar su atención pero andaba ensimismada.
El vaho de la boca de Manolita servía de improvisada pizarra mágica. Cuando desaparecía exhalaba nuevamente y dibujaba con su dedito sobre el cristal empañado.
- Ya por la noche, cuando fui a arroparla me miró con esa mirada que siempre acompaña a sus preocupaciones y me hizo una pregunta a la que no di ninguna importancia. Sabes que siempre se han hecho predicciones acerca del fin del mundo, y la niña estaba alarmada porque había oído decir que el domingo próximo era el último día.
- Yo reí y le estampé un sonoro beso en su carita mofletuda, salí de su dormitorio y me senté en tu despacho.
Era viernes y la mujer tenía que revisar su lista de víveres para que el ayudante del farista los trajera de Chiclana.
- El sábado no observé nada extraño. Fue al colegio y a la vuelta bajó hasta la playa y vino por la arena recogiendo conchas. Siguen ahí, en la mesa de la entrada.
- Por la tarde estuvo tranquila pero volvió a insistir. " Mamá, ¿el mundo se puede acabar de pronto? Dicen que será el domingo".
-¡ Antonio, insistía tanto que empezó a preocuparme!.
La madre le explicaba que cada cierto tiempo corría ese mismo rumor, que no hiciera caso, que al mundo le quedaban muchas vueltas que dar.
La niña escuchaba atenta. Las palabras de su madre eran tranquilizadoras.
Al acostarse Manolita se abrazó a su cuello y le pidió que durmiera a su lado. Mari Pepa se acurrucó junto a su hija hasta que sintió el respirar pausado del sueño.
- Cariño, te aseguro que la chiquilla se quedó tranquila, que colocó sus manitas bajo su mejilla, como hace siempre, y se quedó dormida. Entonces me levanté despacio y fui a dar una vuelta a los niños, luego me acosté en nuestra cama.
Durante la madrugada de aquel domingo, una densa niebla fue cubriendo el mar, una liviana cortina de humedad ocultaba las ráfagas de luz del faro, por lo que hubo que poner en marcha la sirena, su sonido avisaría a los navegantes de la distancia hasta la costa. Un sonido grave y monótono que acompañó las horas de sueño de los escasos habitantes del poblado marinero, que en esas fechas, por no ser temporada de pesca del atún, se encontraba casi deshabitado.
Antes de amanecer, la madre fue a arropar a los críos que siempre se destapaban durante la noche, y la neblina había bajado unos grados la temperatura. Al tapar los brazos de la niña noto un frío estremecedor. Acercó los labios a la frente de Manolita y sintió que su piel estaba helada, exageradamente helada, alarmantemente helada.
En su rostro una sonrisa dulce denotaba una grata paz interior.
Aquel domingo había llegado el fin del mundo, no para todos. Los pronósticos fueron verdaderos.
Sólo para los que habían creído.