Con la nariz pegada al cristal del postigo del cierro la
niña observa el chaparrón que cae como una densa cortina difuminando las
fachadas y los árboles del parque cuyas ramas
bailan una danza arrítmica. Detrás de la niña está sentado el abuelo que desde que se jubiló gusta de pasar algunas
horas sentado en ese lugar que está
dentro y fuera de la casa, su sitio preferido por la luz que le
proporciona para leer; el viejo intenta manejar no sin cierta dificultad las
inmanejables hojas del Diario de Cádiz. El agua abrillanta los chinos de la calle y por improvisadas vaguadas corre entre ellos formando minúsculos riachuelos. Su abuela ha sacado las macetas de
aspidistra para que se empapen de agua caída del cielo y la niña mira
ensimismada como chorrean las grandes hojas que empujadas por la fuerza del
chaparrón parece que se van a quebrar. El abuelo le explica la forma de saber si la tormenta se está alejando y la niña observa atenta y una vez que ve el azul eléctrico del relámpago empieza a contar uno,dos,tres,cuatro,cinco...y se oye el tronar ensordecedor.
- ¡Abuelo, nueve! Y espera a que el cielo se vuelva a iluminar para volver a contar.
Cuando cesa el aguacero, un fino sirimiri sigue acariciando las hojas
que se ven de un verde luminoso, limpias y brillantes. La gente va de un lado a
otro con rapidez, guarnecidos con grandes paraguas y botas de agua. Algunas
mujeres pasan camino de la plaza cobijada la cabeza bajo el cesto de la
compra. En los cristales de la montera suena
con mayor o menor intensidad el golpeteo del agua que va cambiando el ritmo al
compás de la lluvia convertida en directora de una orquesta sinfónica natural.
Por uno de los ventanucos que se
quedó abierto y que han subido con premura a cerrar, se ha colado la lluvia impetuosa
que ha encharcado una zona del patio. Desde algunas juntas de la acristalada
pirámide rezuman gotas, y en breve el abuelo tendrá que reemplazar la masilla que sirve de
estancamiento.
Cuando acaba la llovizna la calle vuelve a recuperar el ir y
venir de sus gentes, las mujeres esperan para colocar de nuevo las macetas en casa a que
éstas desagüen un poco. Los chiquillos
corren a buscar las limas para jugar al pincho en las zonas terrosas que
ablandadas por el agua están propicias para clavar con facilidad. La niña sale
con su tiza y vuelve a dibujar sobre las grandes losas de Tarifa los cuadros en
los que juega a la china y con su trozo de mármol espera sentada en el escalón
de la casapuerta a que aparezca alguna amiga con la que compartir su
esquemático castillo.