El Puente Viejo de Ávila, óleo sobre lienzo de Joaquin Sorolla.
La actividad para el lunes día 16 de enero de 2017 en la Tertulia Rayuela, propuesta en esta ocasión por mí, nos incita a continuar escribiendo a partir de un párrafo de la primera novela de Miguel Delibes, "La sombra del ciprés es alargada", publicada en el año 1948 y que obtuvo el Premio Nadal en 1947.
"Apenas desayunados solíamos dejar la casa de don Mateo.
Fany nos acompañaba en nuestras excursiones mañaneras que rara vez variaban su
itinerario. Nos agradaba salir al paseo del Rastro cuando el sol comenzaba a
dorar el verdeante valle de Amblés. Por el paseo, bordeando la muralla,
llegábamos hasta los marjales del Adaja, donde gustábamos de matar las horas
hasta que se hacía el momento de comer". Los días de vacaciones iban
siendo consumidos sin apenas darnos cuenta, recorríamos aquel paisaje veraniego
que nada tenía que ver con el que se nos colaba pasado el otoño, cuando las
nieves cubrían con su implacable blancura cualquier vestigio de color
convirtiendo el valle en una inmensa nube de algodón. Las aguas del río donde
tantas tardes habíamos nadado hasta el agotamiento, en invierno aparecían
heladas y daban la sensación de estar detenidas en el tiempo. En su superficie
quedaban expuestas como en un escaparate un sinfín de hojas, ramas pequeñas,
insectos de acristaladas alas y algunos trozos de papel que pudieron pertenecer
a una nota de amor olvidado. El período canicular nos volvía perezosos y tras
la hora del almuerzo había días que preferíamos esperar al atardecer para salir
de la casa y acercarnos de nuevo hasta la muralla por donde a esa hora vespertina
empezaban a aparecer las muchachas con sus risas atipladas y sus miradas
lánguidas. Mi amigo y yo intentábamos entablar conversación con alguna de ellas
en particular, casi siempre atraídos por las que parecían más animosas pero
acercarse era una misión casi imposible porque en cuanto alguna se veía abordada
el resto acudía en su socorro como si las fuéramos a devorar con las palabras y
se alejaban hasta apoyarse sobre las piedras cuchicheando como cotorras y
lanzándonos miradas de soslayo con el coqueteo propio de la edad. Tal como
oscurecía salían en bandada hacia sus casas desapareciendo como por encanto al
dar las campanadas del reloj de la catedral. Nosotros retomábamos el camino de
vuelta algo decepcionados pero con el convencimiento de que al día siguiente
volverían y quizá antes de que acabaran las vacaciones nos veríamos
recompensados, aunque solo fuera por nuestra constancia, con algunos momentos
que guardar en los recuerdos de aquel verano de la adolescencia.
2 comentarios:
Qué maravilla.
Solo se me ocurre pensar, que seguro que D. Miguel habría aceptado como suya esa preciosa forma de continuar ese párrafo de su novela.
Parece escrito a dos manos a dos lapices, seguro que Delibes te hubiera aplaudido . Abrazos
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