Mi calle es antigua, céntrica, perpendicular a la arteria principal de mi ciudad, no ha cambiado de largo ni de ancho y sigue manteniendo el mismo nombre desde hace mucho tiempo, para mí desde siempre.
Cuando yo nací, mi abuela vivía en esta calle, en el número 25, y fue en aquella casa donde aprendí a caminar, a hablar, a jugar. Durante mis primeros años, el escalón de la casapuerta fue mi asiento de platea del teatro de la vida que se representaba a mi alrededor.
Por mi calle apenas pasaba alguna bicicleta y los caballos eran el motor de los carros.
Lo que más recuerdo, por lo que me impresionaba, eran los basureros que hacían su recogida en un carro que siempre llamó mi atención porque delante de él, iban varios trabajadores cogiendo los cubos ( que no llevaban bolsa), y alzándolos hasta un hombre que viajaba metido en medio de las basuras. Cogía el cubo y arrojaba los desperdicios bajo sus pies y como un viñero pisando las uvas iba aplastando aquel revoltijo de cáscaras, espinas, pellejos, y demás elementos malolientes de la forma más natural del mundo, acostumbrado a moverse entre aquella mezcla fermentada.
En verano pasaba el vendedor de helados pregonando los ricos sabores afrutados tan apetecibles después del almuerzo, bajo un calor sofocante. En otras épocas del año pasaba el vendedor de pirulines que tenía un característico pregón cantarín cuya letra decía que los traía de la Habana.
El velonero, que vendía cacharros de metal, cuando recorría la calle, hacía chocar los metales cuyo sonido era el reclamo para que las amas de casa salieran a ver la mercancía. Se decía que el paso del velonero pronosticaba días de levante.
Cuando se oía el pregón de los higos de Jerez, redondos y dulces, ya se sentía el final del verano.
Pasaba también el afilador que tocaba una flauta haciendo un sonido siempre igual para que las gentes lo identificaran. Los críos se acercaban curiosos a verlo afilar los cuchillos y tijeras sobre una piedra que giraba al ritmo que marcaban sus piernas pedaleando. Lo que nos alucinaba eran las chispas que saltaban al rozar el metal con la piedra.
En mi calle no había adoquines ni cemento, la calzada estaba formada de piedras de canto redondo, a los que llamábamos chinos, y de tierra, de la que brotaban algunas hierbas que yo andaba siempre recolectando para mis juegos. Cuando escampaba trás un chaparrón, los niños corrían a buscar la limas u otros artilugios con punta para jugar al pincho sobre la tierra reblandecida por el agua de lluvia. Mi abuela aprovechaba esas ocasiones para sacar a la puerta los grandes macetones de Aspidistras para que el agua del cielo limpiara sus enormes hojas verdes. Como ella, hacían otras vecinas y entonces la calle se veía preciosa, toda llena de plantas que brillaban adornadas por multitud de gotas transparentes.
Algunas tardes, el señor Quico, que vivía en la casa del lado, sacaba a pasear gallos de pelea que criaba en su azotea. Picoteaban en el suelo entre las piedras y las hierbecillas buscando no sé que. No me acercaba a ellos porque me daban miedo, tenían un enorme espolón y sus plumas se encrepaban en cuanto sospechaban algún peligro. Por las mañanas despertaban a todo el vecindario anunciando el nuevo día.
Las aceras estaban hechas con grandes losas de tarifa, de color grisáceo, lo suficientemente lisas como para pintar con tiza los cuadros que nos servían para jugar al tocadé. Todas las niñas teníamos un trozo de mármol blanco que era nuestra china. Si a alguna se le rompía salíamos en busca de algún trozo que casi siempre encontrabamos a las puertas del contructor de lápidas que había en la esquina. Recuerdo que mi abuela la llamaba la casa de la lapidaria. Desde la puerta que era bastante ancha y de una madera de color irreconocible por el polvo de mármol que la cubría, se veía una escultura de busto del corazón de Jesús que me daba pavor porque desde mi altura parecía tal alto como el del Pan de Azúcar.
En una esquina había un ultramarinos al que las mujeres acudían varias veces al día porque se compraba a poquitos, según se iba necesitando, un hueso de jamón para el puchero, un vasito de vino para el guiso, un poco de café y azúcar para la merienda, un papelillo de harina para la fritada de pescado. El tendero, que se llama Daniel, iba apuntando en una libreta lo que cada una se iba llevando y que se pagaba al final del día o por semanas, según la economía de cada familia.
La calle era nuestro lugar de juegos porque no había peligro de coches. En ella pasabamos muchas horas del día, sobre todo en vacaciones nuestros juegos se alargaban hasta pasada la medianoche, mientras los vecinos, sentados en sillas a la puerta de sus casas, contaban sus historias, se apenaban por sus desdichas o reían por las ocurrencias de unos y otros.
Mi calle fué cambiando las viejas y ruinosas casas por nuevas construcciones, en algunos casos que han estropeado ese olor a antiguo que tanto me gusta. Ya tiene la calzada de adoquines y las aceras de losetas de cemento y el tráfico la maltrata día y noche, pero es el progreso y hay que adaptarse.
Mi casa sigue como hace muchos años. Su fachada y las almenas de los pretiles de la azotea son los originales, típicos de la ciudad. Y dentro de la casa hay un patio que es un oasis en medio de los ladrillos. Nadie diría que en esta calle hay un vergel donde convive la buganvilla con el aromático jazmín, los rosales con las olorosas plantas aromáticas, hierbabuena, romero, menta, tomillo, mejorana, y una gigantesca estrilicia cuyas flores semejan el largo pico de un ave tropical. El aloe, los geranios, el laurel y el azofaifo comparten el aire con un alto ciprés, que llegó a casa con una cuarta de altura y está rozando las nubes. Y no podía faltar una fuente cuyo sonido acompasado relaja al que se sienta en el patio a descansar el espíritu.
Así es mi calle larga y estrecha, que acaba cerca de un hermoso parque, con grandes árboles, fuente con patos, merendero y auditorio, un lugar agradable para sentarse a la sombra, disfrutar de sus colores y respirar el aire oxigenado por su vegetación.
Mi calle está llena de historias como todas las calles, sobreviviendo a los que las habitan, acogiendo a los nuevos moradores generación trás generación.
En mi calle vivieron mis abuelos, mis padres, mis hijos y yo, y ya la conocen mis nietos.
Ella estará siempre ahí.