jueves, 29 de septiembre de 2011

FRAGMENTOS DE VIDA





Rayos de sol del atardecer otoñal, dorados, apetecibles.
Reflejos en la madera trabajada por las diestras manos del ebanista.
Sombras que recorren la estancia desplazándose suavemente.
Y el respirar pausado del hombre satisfecho.
El viento del Este, impetuoso, violento, apasionado, agitando las ramas del Olmo.
El sonido metálico de la veleta que gira atolondradamente.
Imprudentes ráfagas de aire que descubren los misterios de las rosas.
Pétalos transportados por un invisible duende.
Ladridos de perros lejanos.
Un insecto iluminado por un hilo de luz.
Y el respirar lánguido de la mujer, intercalado por largos suspiros de complacencia.
La noche invadiendo los rincones, borrando los perfiles.
Y el despertar de los amantes del sueño de una tarde de otoño.





martes, 27 de septiembre de 2011

DÍA DE PERROS


Ahí está nuestro Ayuntamiento, cayéndose por falta de un gobierno competente.
El dinero de los ciudadanos perdido por un desfalco, y las ayudas para arreglar la ciudad, invertido en un peligroso, mal hecho, inútil y mil veces criticado "carril bici", que es una vergüenza, y en otras obras que están paradas porque desde el principio han estado mal gestionadas. Pues ahí está ese inepto gobierno, defraudando, exprimiendo y maltratando a los que se supone que deben atender y ayudar. 
Todavía quedan algunos que piensan que los políticos están para ayudar al pueblo. Hoy para mí son peor que  
El Tempranillo y más chupasangre que Drácula.




Estoy pensando en que hay días que más valdría no despertarse.Cambios en el trabajo para peor, (aunque en el Estatuto de los Trabajadores se diga que eso no se hace).  Escudados en la crisis piensan que todo está permitido,  y si no estás de acuerdo tienes la puerta para salir.
 Ocho horas de duro trabajo. Compras al salir para seguir trabajando en casa. Mil vueltas buscando aparcamiento porque no tengo derecho a la "tarjeta de residente" porque en mi calle no hay aparcamientos. Aparco donde se aparca desde siempre porque es un tramo de calle sin ninguna puerta de vivienda y con una acera que no puede usarse por lo estrecha que es y porque al llegar al cierro de la esquina, se pierde. Pues, a los cinco minutos de haber dejado el coche, llega un agente y me casca una multa cuyo importe supera con creces lo que he ganado en todo el día de trabajo. Y además reconoce en el boletín de denuncia que mi estacionamiento no constituye riesgo o peligro para los peatones. Menos mal, porque podría haber tenido cadena perpetua. 
Las arcas del ayuntamiento están vacías ( gracias a ya sabemos quien) y hay que llenarlas para cuando otros metan la mano.
 Estoy que muerdo. La política al servicio del ciudadano,..... y una mierda, con perdón.

domingo, 25 de septiembre de 2011

EL FANTASMA DE LA CALLE OSCURA



   La calle se había oscurecido hacía ya unas horas. Las únicas luces que alumbraban eran las escasas bombillas que colgaban de unos platos de metal que estaban situados en los cruces de calles, en las esquinas, el resto de tramos permanecía en las sombras.
   Como cada noche, los vecinos se asomaban discretamente a los ventanucos del cierro y amparados por las cortinas esperaban la aparición misteriosa de la solapada silueta.
   Esperaban expectantes, sumidos entre la curiosidad y el miedo, pero no por eso dejaban de estar ahí día tras día, mejor dicho, noche tras noche. Quizá alguna vez en lugar de dirigirse a la casa de siempre podría acercarse a las suyas, a alguna otra, a la de cualquiera de ellos. Era una posibilidad a tener en cuenta.
   La figura era espectral, un cuerpo desgalichado, con una amplia capa negra que le cubría desde los hombros al suelo, botas sigilosas y un holgado sombrero que tapaba totalmente la cabeza. La cara embozada tras un trozo de tela del capote. Los andares desgarbados a pasos ligeros delataban su prisa por llegar al lugar escogido. La mirada vigilante, avizora. Los movimientos torpes, atropellados.
  Doblaba la esquina que daba a los callejones del matadero y recorría dos tramos de la calle pegado a la pared, esquivando la poca iluminación que había al cruzar la esquina. Se acercaba cauteloso a la puerta de la casa que permanecía entreabierta. Miraba a ambos lados de la calle y entraba encubierto por las tinieblas.
   Los vecinos, cuando le veían desaparecer, se retiraban a descansar, tranquilos porque una vez más ninguno había sido escogido para las oscuras intenciones del malévolo espíritu.
   Por la mañana, las vecinas comentaban los acontecimientos ocurridos la noche anterior y como siempre se santiguaban dando gracias por haberse librado una vez más.
  Cuando la viuda que vivía en la casa que visitaba el ánima, se acercaba al grupo, todas la miraban esperando ver alguna señal de temor, quizá señales corporales que mostraran su lucha contra el habitual intruso, pero la mujer pasaba por su lado diligente, con una media sonrisa que confundía a las convecinas. Caminaba erguida, vestida con elegancia, pisando con seguridad las aceras de su calle. No parecía aterrada ni pesarosa, cualquiera diría que se veía feliz.
   Las señoras se dispersaban dirigiéndose cada cual a sus quehaceres. Pensativas. Esperando que de nuevo la oscuridad inundara sus pensamientos con la intriga de ser o no ser visitadas por el fantasma.




Esta historia, a la que he dado un toque personal, la oía contar por las noches a las gentes de mi barrio. Yo era una niña y quizá no cogía el tono irónico con que se hablaba de lo que sucedía. Se decía que un fantasma tenía asustadas a las vecinas de la calle de atrás de la mía y que dicho fantasma entraba escondiéndose en alguna casapuerta. El caso es que a mí me aterrorizaba y, quizá por eso se quedó grabado en mi memoria.

sábado, 24 de septiembre de 2011

ESTE JUEVES : MI CALLE





   Mi calle es antigua, céntrica, perpendicular a la arteria principal de mi ciudad, no ha cambiado de largo ni de ancho y sigue manteniendo el mismo nombre desde hace mucho tiempo, para mí desde siempre.
   Cuando yo nací, mi abuela vivía en esta calle, en el número 25, y fue en aquella casa donde aprendí a caminar, a hablar, a jugar.  Durante mis primeros años, el escalón de la casapuerta fue mi asiento de platea del teatro de la vida que se representaba a mi alrededor.
   Por mi calle apenas pasaba alguna bicicleta y los caballos eran el motor de los carros.
  Lo que más recuerdo, por lo que me impresionaba, eran los basureros que hacían su recogida en un carro que siempre llamó mi atención porque delante de él, iban varios trabajadores cogiendo los cubos ( que no llevaban bolsa), y alzándolos hasta un hombre que viajaba metido en medio de las basuras. Cogía el cubo y arrojaba los desperdicios bajo sus pies y como un viñero pisando las uvas iba aplastando aquel revoltijo de cáscaras, espinas, pellejos, y demás elementos malolientes de la forma más natural del mundo, acostumbrado a moverse entre aquella mezcla fermentada.
   En verano pasaba el vendedor de helados pregonando los ricos sabores afrutados tan apetecibles después del almuerzo, bajo un calor sofocante. En otras épocas del año pasaba el vendedor de pirulines que tenía un característico pregón cantarín cuya letra decía que los traía de la Habana.
   El velonero, que vendía cacharros de metal, cuando recorría la calle, hacía chocar los metales cuyo sonido era el reclamo para que las amas de casa salieran a ver la mercancía. Se decía que el paso del velonero pronosticaba días de levante.
   Cuando se oía el pregón de los higos de Jerez, redondos y dulces, ya se sentía el final del verano.
   Pasaba también el afilador que tocaba una flauta haciendo un sonido siempre igual para que las gentes lo identificaran. Los críos se acercaban curiosos a verlo afilar los cuchillos y tijeras sobre una piedra que giraba al ritmo que marcaban sus piernas pedaleando. Lo que nos alucinaba eran las chispas que saltaban al rozar el metal con la piedra.
   En mi calle no había adoquines ni cemento, la calzada estaba formada de piedras de canto redondo, a los que llamábamos chinos, y de tierra, de la que brotaban algunas hierbas que yo andaba siempre recolectando para mis juegos. Cuando escampaba trás un chaparrón, los niños corrían a buscar la limas u otros artilugios con punta para jugar al pincho sobre la tierra reblandecida por el agua de lluvia. Mi abuela aprovechaba esas ocasiones para sacar a la puerta los grandes macetones de Aspidistras para que el agua del cielo limpiara sus enormes hojas verdes. Como ella, hacían otras vecinas y entonces la calle se veía preciosa, toda llena de plantas que brillaban adornadas por multitud de gotas transparentes.
   Algunas tardes, el señor Quico, que vivía en la casa del lado, sacaba a pasear gallos de pelea que criaba en su azotea. Picoteaban en el suelo entre las piedras y las hierbecillas buscando no sé que. No me acercaba a ellos porque me daban miedo, tenían un enorme espolón y sus plumas se encrepaban en cuanto sospechaban algún peligro. Por las mañanas despertaban a todo el vecindario anunciando el nuevo día.
   Las aceras estaban hechas con grandes losas de tarifa, de color grisáceo, lo suficientemente lisas como para pintar con tiza los cuadros que nos servían para jugar al tocadé. Todas las niñas teníamos un trozo de mármol blanco que era nuestra china. Si a alguna se le rompía salíamos en busca de algún trozo que casi siempre encontrabamos a las puertas del contructor de lápidas que había en la esquina. Recuerdo que mi abuela la llamaba la casa de la lapidaria. Desde la puerta que era bastante ancha y de una madera de color irreconocible por el polvo de mármol que la cubría, se veía una escultura de busto del corazón de Jesús que me daba pavor porque desde mi altura parecía tal alto como el del Pan de Azúcar.
   En una esquina había un ultramarinos al que las mujeres acudían varias veces al día porque se compraba a poquitos, según se iba necesitando, un hueso de jamón para el puchero, un vasito de vino para el guiso, un poco de café y azúcar para la merienda, un papelillo de harina para la fritada de pescado. El tendero, que se llama Daniel, iba apuntando en una libreta lo que cada una se iba llevando y que se pagaba al final del día o por semanas, según la economía de cada familia.
   La calle era nuestro lugar de juegos porque no había peligro de coches. En ella pasabamos muchas horas del día, sobre todo en vacaciones nuestros juegos se alargaban hasta pasada la medianoche, mientras los vecinos, sentados en sillas a la puerta de sus casas, contaban sus historias, se apenaban por sus desdichas o reían por las ocurrencias de unos y otros.
   Mi calle fué cambiando las viejas y ruinosas casas por nuevas construcciones, en algunos casos que han estropeado  ese olor a antiguo que tanto me gusta. Ya tiene la calzada de adoquines y las aceras de losetas de cemento y el tráfico la maltrata día y noche, pero es el progreso y hay que adaptarse.
   Mi casa sigue como hace muchos años.  Su fachada y las almenas de los pretiles de la azotea son los originales, típicos de la ciudad. Y dentro de la casa hay un patio que es un oasis en medio de los ladrillos. Nadie diría que en esta calle hay un vergel donde convive la buganvilla con el aromático jazmín, los rosales con las olorosas plantas aromáticas, hierbabuena, romero, menta, tomillo, mejorana, y una gigantesca estrilicia cuyas flores semejan el largo pico de un ave tropical.  El aloe, los geranios, el laurel y el azofaifo comparten el aire con un alto ciprés, que llegó a casa con una cuarta de altura y está rozando las nubes. Y no podía faltar una fuente cuyo sonido acompasado relaja al que se sienta en el patio a descansar el espíritu.
   Así es mi calle larga y estrecha, que acaba cerca de un hermoso parque, con grandes árboles, fuente con patos, merendero y auditorio, un lugar agradable para sentarse a la sombra, disfrutar de sus colores y respirar el aire oxigenado por su vegetación.
   Mi calle está llena de historias como todas las calles, sobreviviendo a los que las habitan, acogiendo a los nuevos moradores generación trás generación.
   En mi calle vivieron mis abuelos, mis padres, mis hijos y yo, y ya la conocen mis nietos.
   Ella estará siempre ahí.
  
    
  
  

jueves, 22 de septiembre de 2011

TEMA DEL DÍA


En el patio de mi casa

   Cada día, durante la media hora que tenemos en el trabajo para almorzar, surge un tema de charla en la mesa. No siempre tenemos tiempo para debatirlo como nos gustaría porque el tiempo apremia. A veces se arma tal guirigay que aquello parece un gallinero, todas queremos dar a la vez nuestra opinión y casi siempre acabamos poniéndonos de acuerdo.
   Hoy surgió el tema de los abuelos que se encuentran con la obligación de cuidar a sus nietos. Durante un buen rato hubo defensoras y detractoras de esta situación. Se ve más lógico que sean los abuelos maternos los que se ocupen de los hijos de sus hijas, mientras que dejarlos con lo suegros, a la mayoría no les gustaba.
   El debate nos tuvo toda la comida entretenidas y camino de las salas seguimos haciendo bromas acerca de cúal es el papel que tienen que desempeñar los abnegados cuidadores. Por supuesto, es natural que tengan que madrugar si tienen que llevarlos a la guardería o al colegio. Que se ocupen de recogerlos, darles de comer, dormirlos un poco pero no mucho porque luego dan la noche, entretenerlos, aguantar sus pataletas, acunarlos en los brazos cuando están malitos, etc... y por supuesto todas opinaban que, sobre todo las abuelas, los malcriaban, que estropeaban el trabajo educativo que ellas estaban llevando a cabo. Estuve callada, escuchando sus argumentos. Yo en este momento no tengo nietos que cuidar porque viven en San Roque, pero lo he hecho anteriormente.
   Así que defendí mi rol y dije que las abuelas son las abuelas y ese es su papel, ser abuelas. Tienen que ayudar, alimentar, cuidar,......pero lo más importante es mimar. ¿Qué recuerdo tendrá un niño de una abuela que hace totalmente las veces de madre?. Será como haber tenido dos madres y haber pasado la niñez sin la imagen acogedora de la abuela.
   Yo recuerdo correr despavorida hacía mi abuela que me acogía debajo del delantal para evitar una regañina. Con el tiempo te das cuenta que tu madre estaba compinchada con ella porque un delantal no esconde a una niña, yo actuaba como el avestruz, y, en aquellos momentos mi abuela era mi salvación.
  ¿Y el caramelo que recibías a escondidas y que masticabas con avidez para que nadie se diera cuenta?. ¡Qué miradas de complicidad entre nieta y abuela!.
   Ser abuela es tan maravilloso como ser madre pero más cómodo. Lo que enseñan los abuelos no está escrito en los libros y para los niños, los familiares más valorados, después de sus padres, son los abuelos.
   No seamos críticos con ellos, si les cargamos con la responsabilidad, démosles la alegría de que puedan ejercer su verdadero cometido.
   Mis abuelos fueron abuelos y estoy agradecida de haberlos tenido durante mucho tiempo.