Ana sesteaba junto al pozo, a la sombra de la parra de la que
colgaban racimos de uvas moscatel ya maduras. El calor de agosto a esa hora era
pegajoso, y el zumbido monótono de las avispas, que andaban alrededor de los
granos picando el hollejo para extraer el néctar dulce, le producían un
adormecimiento muy agradable. Ana dormitaba
cuando la invadieron recuerdos de otras
tardes de verano, cuando era niña, cuando visitaba a su familia en la casa del
huerto. Los paseos hasta el río, el olor
seco que emanaba de la tierra caliente, el mugido lastimero que sonaba desde el
establo, lejano, como si el aire cálido impidiera el avance de aquella voz,
amortiguándola, el incesante sonido del girar de la noria, con la mula gris, vieja
y mal pelada, que no cejaba en su empeño de caminar sin llegar a ninguna parte.
Volvió a subirse al granado, correteó entre las plantas de maíz, y hasta pudo
oír el crujir de las hojas secas de las panochas. Sonrío al recordar cuando, en
sus primeros coqueteos, se pintaba los labios con el jugo purpúreo de las moras;
todas las chiquillas lo hacían provocando las burlas de los niños, pero ella lo
disfrutaba sintiendo ya a la mujer que la habitaba. La asustó, incluso al evocarlo,
el ruido estruendoso del motor del pozo al ponerse en marcha para llenar la
alberca del huerto, siempre le había
ocurrido, y sin embargo, en más de una ocasión, se había atrevido a bajar al
sótano donde estaba colocado, como enfrentándose ya a sus primeros miedos, en
un alarde de valentía. Un chorro a
presión salía por una cañería gruesa, y en unos minutos la alberca reflejaba en
el agua los rayos oblicuos de sol camino de su ocaso. Era entonces cuando el
conde, que solo lo era por el apellido, trasladaba desde su sembrado, lechugas,
coles, acelgas, y otras verduras que arrojaba al agua para que quedaran limpias
de tierra, y era allí mismo donde se
metía la chiquillería a refrescarse, jugando entre las hojas verdes y
tratando de no rozar mucho con los pies el suelo resbaladizo, cubierto por una
capa lamosa de verdín. En su mente adormilada, Ana volvía a oír las voces escandalosas
de los niños, y sus risas, y sonreía recordando aquellos momentos, y abría los
ojos para cerciorarse de que había vuelto a su patio, a su rutina consoladora,
al olor de la dama de noche que inundaba el aire ya más fresco del atardecer.
3 comentarios:
Con tu bella entrada me has trasladado a mi niñez. Me he sentido en la huerta de la Manola, a la sombra de los manzanos, que bordeaban la noria, donde un mulo cansino y ojeroso daba vueltas sin importarle ese circulo de frescor y sosiego que se incluía, como un regalo en la caliente tarde agosteña.
!!! Que lejos me queda ese mundo de la niñez, donde las vivencias, podían ser mágicas, sin necesidad de Aladinos!!!
Besos.
Qué forma tan maravillosa de recordar vivencias de otros tiempos. Además, lo hace con una cercanía, que obliga a situarse en esas situaciones hasta a quienes intentamos evitar esos momentos. Una muestra más de la facilidad de Leonor en el manejo del lenguaje y en la manera de llevarnos a compartir recuerdos de otros tiempos, aunque queramos evitarlos.
Además, qué bien describe esas situaciones.
Un trabajo excelente.
Que historia mas bonita, recuerdo una parra en casa de mis abuelos, he disfrutado leyendo despacio y soñando. Un abrazo
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