De nuevo te
giro y veo correr lentamente tu sangre,
ajena a todo, me distraigo en el tiempo, tu tiempo,
y mi tiempo.
Tu arena fina alimenta una duna de pasado
que va amontonando recuerdos
mientras resta instantes a la vida.
Quién
le iba a decir a Don Antonio que un día no volvería a darle cuerda a su reloj.
Que su tiempo se había acabado y que serían otras manos las que se ocuparían de
hacer girar la llave para que las manecillas pudieran continuar su invariable
camino, segundo a segundo, siempre en la misma dirección, apuntando a los
números romanos de su esfera nacarada. Todas las semanas, el mismo día y a la
misma hora, él se dirigía con paso lento hacía el rincón de su cuarto donde
estaba colocado el reloj de metal, siempre brillante, pulido con netol y trapos
viejos de algodón. Desde mi cama oía el crujir de la cuerda enroscándose al
ritmo de la llave que mi abuelo hacía girar con parsimonia. Era todo un ritual
que el mismo tiempo marcaba. El tiempo al servicio del tiempo. Cada siete días
el reloj esperaba la mano protectora que le permitiría seguir adelante, otros
siete días, y otros siete, sumando siempre, y restando al mismo tiempo. Su
segundero suena a recuerdo, a niñez, a café recién molido, a mañanas de
inocencia, a ropa restregada en el lavadero de madera, a los pasos de mi abuela por la cocina, a la
luz del día entrando por la montera, a sábanas bailando en los cordeles del tendedero, a trapos soleando en los pretiles de
la azotea, al chisporroteo de la mariposa en el vaso de agua y aceite, a una
época que se ha llevado el tiempo y que el reloj de metal, hoy colocado en mi
patio, me trae con la misma calidez de entonces.