Erase una vez, y sigue siendo, un bosque, en el que
ocurren desgracias continuamente. A la distraída Caperucita siempre la
engaña el lobo, que como lobo que es, su astucia no tiene parangón, y
manipula a la inocente niña una y otra vez ¡Madre mía qué niña tan ilusa! A
Blancanieves no hay forma de hacerle ver que la encantadora viejita que le
regala la manzana es siempre la misma mujer perversa, y eso que le
pasa cada vez que su cuento es leído. Los enanitos ya no saben cómo
hacerle entender a la niña que no se puede uno fiar de las personas que sin más
ni más te ofrecen frutas gratis. Hansel y Gretel son tan golosos que van hasta la casita de chocolate cayendo en la trampa de la
bruja que los espera, sabiendo por las veces que ha ocurrido, que no se resistirán a tan atractiva golosina. Ricitos de Oro
se pasa la vida volando por el bosque como alma que lleva el diablo, después
de haberse zampado el tazón de sopa del osito al que todas las noches deja sin cena. El gato con botas es bastante espabilado y sin su ayuda el tontorrón
de su dueño no sería nunca el Marqués de Carabás, y no poseería las
tierras y el castillo del ogro, que convertido en ratón es devorado por el gato astuto, sin el cual, el hijo del molinero no llegará a ninguna parte y
lo tendremos lamentándose, y dando vueltas y vueltas por los caminos sin fin, con lo que el cuento se haría muy pesado. La Cenicienta y la Bella Durmiente
son casos aparte porque ni pasean por el bosque ni tienen carácter para
imponerse al autor de sus cuentos, y, mientras la primera no protesta nunca por
el ingrato papel que le ha tocado, ni busca una solución, sino que se
deja llevar por la comodidad de que el Hada Madrina aparezca con su varita
mágica, la segunda pasa de todo, y se pone a dormir despertándose
ya cuando todo está acabando.
Pero volviendo al tema del bosque hay que
romper una lanza en favor de los malos porque sin ellos los cuentos serían de
una cursilería empalagosa. Así que demos las gracias al lobo cuya voracidad es insaciable y puede almorzarse a la abuela y a seis cabritillos sin que se
resienta su estilizado aspecto; a las brujas, incansables inventoras de
malignidades; a los gigantes cuyas botas
pueden alcanzar las mayores velocidades, sin necesidad de repostar; y al enano saltarín, un egocéntrico y narcisista
cuya ilusión es ser servido por un príncipe para presumir de poder, ¡cuántos
enanos saltarines hemos encontrado fuera de las páginas de los cuentos!; a los malvados cisnes que no se reconocen en
sus descendientes; a las madrastras crueles; a los ogros, en fin, a todos los
que lograban hacernos pasar miedo que es un sentimiento muy humano. Y como
siempre teníamos un final feliz no había nada que temer.