¡Cómo se agradecen las primeras lluvias!.
No me imagino vivir el un
lugar de la tierra donde no se aprecien los cambios estacionales. Me gusta
ir percibiendo las distintas estaciones del año. Pasar del calor sofocante
a las temperaturas suaves del otoño. Ver cómo van cambiando la sombras proyectadas por el sol, cómo se alargan y
estilizan. Me gustan los colores del atardecer. La brisa que llega del mar
con olor a viento del sur. Me gusta el aroma que sale de la tierra mojada, de
las hierbas. Me gusta el frescor que envuelve el ambiente.
Se respira con más ganas,
inundando los pulmones de aire limpio, renovado.
Esta tarde, con la ventana
abierta, he visto llover como quien viera ese fenómeno por primera vez. Me he
sentido feliz oyendo el chaparrón sobre los árboles del jardín. He disfrutado
con el tronar de las nubes.
Estaba en el trabajo con mi grupo
de abuelos, que a veces me sacan de quicio pero que siempre me alegran el
espíritu. Son como niños, apenas recuerdan pasado y viven en un contínuo
desconcierto, pero son tan agradecidos que das por bien empleados cada uno de
los días que pasas a su lado, ayudándolos a no estar tan perdidos en el mundo.
Te cansas de contestar
una y mil veces la pregunta rutinaria de cada uno de ellos, pero siempre
contestas, aunque sepas que al momento van a olvidarlo y volverán a preguntar
lo mismo. Pero en ese instante se quedan tranquilos y te besan y te dicen
cuánto te quieren por estar ahí, junto a ellos, para quitarles ese miedo que
los invade.
Me gusta hacerles
dulces y ver los ojos de felicidad que ponen cuando ven los bizcochos, las
magdalenas o las galletas que les llevo para merendar. Endulzar su vida es
también una buena terapia.
Esta tarde se sorprendían por
la lluvia y los truenos. Se preocupaban por su regreso a casa, nunca saben cómo
van a llegar a sus hogares. Cada día es la misma historia. Pero es tan
gratificante para mí que no elegiría ningún otro trabajo.
¡Cómo se agradecen las primeras lluvias!.
Comienzo con la misma frase que escribí el día dos de septiembre de dos mil once. Entonces me encontraba trabajando y ya veis que para mi era una satisfacción y que no cambiaría aquella vida por nada.
Pues cambió, y mucho. Primeros los males físicos, los médicos, las pruebas, el miedo, la cirugía, más miedo, el dolor, los tratamientos, el aspecto físico, la peluca, la apatía, la lenta recuperación, y ahora a las puertas de nuevas pruebas para asegurarnos de que la enfermedad ha sido erradicada, que no está latente, más miedo.
Pero lo peor de todo, y es mi mirada retrospectiva dolorosa, es haber tenido que dejar mi trabajo, mis saludos matutinos a los abuelos y a las compañeras, los almuerzos rápidos con ellas para volver a la rutina de la tarde, los buenos ratos, las risas, ese estrés del que nos quejamos pero que nos mantiene vivas al cien por cien.
Me angustia no poder volver junto a ellos a vivir mi vida como era entonces.