Hace mucho tiempo que dejaste de estar con nosotros para correr junto a otros amigos en el cielo de los perros.
Llegaste a nuestra vida por casualidad, unos muchachos del barrio que cuidaban a tu madre te trajeron un día a mi puerta para ver si quería adoptarte y nada más mirarte supe que te quedarías con nosotros.
Vivíamos en una casa antigua con una gran terraza donde podrías correr y jugar a tu antojo.
Al principio nos volvías locos. ¿Recuerdas cada vez que te quedabas en casa sola el coraje que te daba?. Te enfadabas tanto que te dedicabas a arañar los muebles, descolgar la ropa del tendedero, tirar al suelo el teléfono y todo lo que estuviera a tu alcance, al volver encontrábamos la casa como si hubiera pasado Atila, pero nos recibías con tanto alborozo que apenas nos dabas tiempo a una pequeña reprimenda y nos tenías conquistados.
Qué mal lo pasaste aquella vez que golpeaste la ventana y te cortaste con los cristales los tendones de la mano. La hemorragia era imparable, te envolvimos la pata en sábanas y afortunadamente encontramos una veterinaria de urgencias que hizo un esmerado trabajo. La intervención fue un éxito y no te quedaron secuelas.
Al volver a casa, venías aún aturdida por la anestesia y te acostamos en un butacón del salón. ¡Qué suerte después de todo!. A partir de ese momento fue de tu propiedad.
¿Te acuerdas cuánto te gustaba la playa y las marismas?. La primera vez que te quisimos subir al coche fue una tortura, tenías tanto miedo que hubo que sobornarte con una caja de galletas, pero desde esa experiencia, era ver el coche y echar a correr para subir la primera, no fueras a quedarte en tierra.
¡Y qué bien te portaste cuando trajimos al bebé recién nacido del hospital!. Ya te habíamos ido preparando para su llegada dándote a oler las ropitas que había tenido sobre su piel para que al llegar lo identificaras. Te tuviste que acostumbrar a ese nuevo ser llorón que te restaba protagonismo y al que no podías acercarte demasiado. Desde la puerta del dormitorio vigilabas todo lo que hacíamos con él y cuando dormía en su cuna te apostabas en la puerta para avisar de cualquier ruido o movimiento. Cuando empezó a desplazarse por la casa con el taca-taca tenías un cuidado especial al pasar junto a él, así como el niño se acostumbró al peligro que suponía tu rabo cuando estabas contenta. Jamás te revolviste cuando empezó a martirizarte con sus juegos de tirones de orejas. Tenías una paciencia infinita.
Cuando nos dejaste tenías trece años y el veterinario nos consolaba diciendo que te ibas porque eras muy vieja y que habías tenido una vida llena de cuidados y felicidad. Pero yo me quedé desconsolada y en aquel momento no creí que fuera a tener nunca más una amiga como tú, no sólo por el dolor que me estaba causando aquel duelo, sino porque pensaba que dedicar mi cariño a otro perro era sustituir tu recuerdo.
Y ya ves, ahora tengo dos, te hubiera gustado conocerlos. Koko es un perro de aguas con un carácter parecido al tuyo, es dócil y de una gran nobleza aunque muy cabezón, se nota que es un perro ovejero y no se duerme hasta que ha controlado que todos estamos en el redil, y te habrías encariñado con Trufa, una cachorrita bodeguera, porque es una zalamera. Es hiperactiva y cada vez que se despista es para hacer alguna diablura.
Cuando vuelvo a casa me reciben como hacías tú, dando saltos de alegría moviendo el rabito con viveza, mientras entre ellos se disputan mis carantoñas.
Son los controladores de mi tiempo, tienen una rutina de horarios que en casa podríamos vivir sin relojes. Marcan el despertar, las comidas, los paseos, los momentos de juego y por la noche cuando pongo a calentar el agua de mi infusión llega la algarabía porque cuando me siento a saborearla hago reparto de galletitas. Y ellos lo saben bien.
Bueno, mi preciosa Jara, es momento de despedirme no sin antes decirte que no olvidaré nunca los años que vivimos juntas y que en mi corazón hay un lugar privado para ti que nadie podrá ocupar.