Siempre vestido de negro, bien rasurado y perfumado, Alberto se dirigía con paso cansino hasta el tugurio de las afueras, un local de poca clase en el que había sido contratado para amenizar las noches de un público poco dado a escuchar, el alcohol corría a raudales y no eran pocas las veces que había altercados entre unos clientes deseosos de pelea, gente problemática, unos camorristas con muchos tiros dados, con un bagaje sobrecargado de desventuras y desamores, gente de poco fiar.
Solía llegar sobre las diez de la noche, una hora antes de que abriera el local y despacio sacaba su viejo instrumento de la funda y lo colocaba sobre una peana, mientras él se tomaba la primera copa.
En la trastienda se encontraba el dueño del bar y sus amigos, por llamarlos de esa manera, porque eran sus esbirros, siempre a sus órdenes, perros temerosos de recibir un tiro por la espalda por encargo del jefe si no actuaba según sus macabras reglas. Entre todos ellos una mujer, una joven mujer morena, de facciones bonitas y gesto triste, siempre callada, esperando una mirada de su amo para obedecer sin rechistar. Cuando abría el local todos salían de ese lugar privado y se colocaban en las mesas del fondo desde donde vigilar todo lo que fuera transcurriendo durante la velada. En la mesa del rincón cerca del escenario, la mujer se sentaba semioculta, sólo un leve reflejo de luz la iluminaba, suficiente para ver que en muchas ocasiones su mirada se veía empañada por las lágrimas, sus ojos cerraban levemente los párpados como queriendo limpiar la imagen borrosa. No dejaba de mirar al escenario y con cada nuevo tema su expresión iba cambiando, unas veces caía en una profunda melancolía mientras que otras llevada por un ritmo más alegre se veía sonreír sutilmente. Ella era la única persona que escuchaba su música y él sentía cada noche que ella era el motivo por el que seguía tocando con todos sus sentidos, imaginándose a aquella linda muchacha acercándose despacio, con pasos sugerentes y que apartando el saxo de su boca lo sustituía por sus labios obsequiándolo con un largo beso. Sus sueños iban creciendo en la misma medida que se sumaban las horas frente a ella. Cada día su ilusión le acercaba un poco más y llegó a pensar que alguna noche, en una de las broncas que allí se formaban, ella correría a sus brazos y él, como un caballero medieval, la salvaría y se irían lejos, muy lejos, a vivir juntos una vida de amor.
Pero las noches se seguía sucediendo, una tras otra, y eran todas iguales, ella se mantenía en su penumbra y el tocaba tristemente el viejo cacharro metálico.
Relato inspirado mientras mi yerno, José Manuel Raposo, practica con su saxo.
5 comentarios:
Me encanta el sonido del saxo, es algo asi como para arañar el corazon.
No se porque siempre se asocia a la tristeza, a la melancolia y tu le has dado el enclave justo... desde mi garito particular, lo estoy oyendo.
Un beso
Un buen relato que nos lleva a otros lugares y a otros tiempos.
Un abrazo.
Muy inspirador ese saxo, Leonor :) Espero que en San Fernando estéis teniendo un día no demasiado caluroso porque por aquí es un asco. Un abrazo y cuídate mucho.
MC Polo
Es verdad que el sonido del saxo emana melancolía y tristeza.
Has descrito muy bien el garito, la chica y la situación.
Claro que con música ambiental un se inspira mejor jajaja
Un beso enorme.
No siempre es melancolia y tristeza, simplemente depende de la obra que se interprete. Asócialo con "La Pantera Rosa" por ejemplo.
Se lo enseñaré a Manolo para que se ponga gordo.
Nos vemos pronto.
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