Al llegar la noche su mente se encontraba abotargada, así era todos los días, se sentía saturada de palabras e imágenes, de problemas laborales y personales, le pesaban los trabajos realizados y los proyectos por emprender, la sobrecargaban los sueños incumplidos y los miedos.
Tenía rutinas a la hora de ir a dormir, dicen que eso ayuda a conciliar el sueño.
Como una hechicera, había preparado su particular cartuja, su privado monasterio.
Una bolsa con flores de lavanda colgaba del cabecero de su cama para favorecer la calma y remediar el insomnio. Un "atrapasueños" pendulaba sobre el tálamo, junto al transparente velo del mosquitero, filtrando las pesadillas y dejando pasar sólo los buenos sueños, aquellas quedaban entre sus redes y se desvanecerían con el primer rayo de luz del amanecer.
Colores, aromas, texturas, luces y sombras, ángeles y amuletos, todo estaba perfectamente estudiado para crear un ambiente propicio al sueño. La panacea universal. Supersticiones, magias y remedios.
Tras una relajante ducha y una frugal cena se embutió entre las suaves sábanas de blanco algodón y esperó ese prodigioso estado de inconsciencia.
Dio una y mil vueltas, probó mil y una posturas, suspiró mil veces y, mil veces convocó al sueño que no llegaba.
Se iban sumando horas en el reloj y comenzó a desesperarse. En su desvelo la mente comenzó a traer imágenes que ella rechazaba para sumergirse en la nada. Desechaba los pensamientos en busca del vacío. Entre ellos acudió un recuerdo agradable, lo evocó, lo recreo y sintió un estremecimiento. Se abandonó a la memoria y se dejó llevar para revivirlo.
Sus ojos se cerraron con fuerza para alcanzar la distancia que la separaba de aquellos momentos, y trajeron las imágenes. Sus labios pronunciaron en silencio palabras dichas entonces, y sonaron en el recuerdo. Sus manos comenzaron a deslizarse suavemente por su piel, como otras manos lo hicieran. Palpaban, acariciaban, oprimían, buscaban y encontraban. Iban guiadas por una fuerza exterior y tan ávidas de sentir que no hubo monte, llanura o valle que no fuera recorrido por ellas. Llegaron a lo más recóndito del paisaje y, conocedoras de su estructura se expresaron con precisión. Así comenzó la agonía.
Se curvó su cuerpo y se estiraron sus piernas. Una profunda respiración agitó sus pechos. En sus retinas, labios, bocas, lenguas, manos, ojos, cuerpos, sexos, aparecían como fotogramas proyectados a baja frecuencia. Sentía besos apasionados, miradas anhelantes, bocas insaciables, caricias ambiciosas. Sudaba, suspiraba, se retorcía, acariciaba todos los cuerpos de toda la tierra, acariciaba la tierra misma. Ella era todo. Y gritó callada. Y tras un ahogado gemido dejó de ser.
No era, no existía, no estaba. Solo el vacío, la nada. La muerte. Por un instante, la muerte.
Al despertar miró el "atrapasueños" y sonrió agradecida por desviar sus temores. No recordaba haber soñado. Pensó en lo cansada que había llegado a la cama y la rapidez con la que se había quedado profundamente dormida. Se encontraba renovada, nueva, feliz y esperanzada.