miércoles, 2 de noviembre de 2011

BENDITA IGNORANCIA



   Del rosal, entre las espinosas verdes ramas, brotan felices nuevas rosas.
   Ajenas a lo efímero de la vida, disfrutan exhalando su perfume y mostrando a todos su belleza.
   Injusto pasar del tiempo que marchita sus bellos pétalos, antes henchidos de color y rebosantes de efluvios dulces, ahora mustios y apagados.
   Malvado viento inclemente que los arranca y los derrama sobre el húmedo suelo que alimenta.
   Próximo, el enérgico capullo mira de soslayo a la decrépita rosa y orgulloso pavonea su frescura.
   Inconsciente e insensata incipiente flor de rosa. Ilusa e ignorante desconocedora de la vida.
   Menospreciando lo que será ella misma, rechazando lo que es ineludible.
   Humilla la exuberante joven a quien ha dado de su cuerpo la semilla, desechando que también ella perderá su lozanía.  
   Cuesta a la zagala aceptar que nada es perdurable, elude lo que es evidente, mientras su vida transcurre lejos de lo inevitable.
  
   


martes, 1 de noviembre de 2011

RITMO NATURAL



Almendro en flor


Ramas floridas del almendro


Nada comparable a la belleza natural 


Días de sol, agua y luz para convertir las flores en frutos.


Y el milagro de la naturaleza año tras año.

   Unas bellas fotos para tranquilizar los ánimos de los blogueros que hemos acudido a la convocatoria de Teresa. He acabado con la cabeza llena de fantasmas, brujas, difuntos, gritos, aullidos, pesadillas y todas las palabras que se relacionan de alguna forma con el miedo.
   Un montón de relatos espeluznantes y de una gran calidad. Ha sido un horrible placer leer a tanta gente que disfruta con el juego de organizar las palabras. Casi todos nos hemos movido en los límites entre la vida y la muerte, no podía ser de otra forma, dado el tema que nos proponían.
   Seguiré leyendo los escritos que aún no he podido leer pero hoy ya estoy saturada de maldades. Mañana continuaré, si no me desvanezco entre las sábanas.
   Para desentumecerme de tanta lectura he hecho una Tarta de Santiago con las almendras de las fotos.
    

jueves, 27 de octubre de 2011

ESTE JUEVES : EL MORIBUNDO SEDIENTO



    Por la pendiente del sendero que lleva a la casa, bajaban voces de mujeres, iban acompañadas por los sordos sonidos de los zuecos de madera chocando contra las piedras del terreno. Las vecinas sabían que le quedaban pocas horas de vida, y quisieron acompañar a la mujer del enfermo en estos momentos de tribulación.
   La familia dispuso sillas en la habitación contigua a la del agonizante, y se sentaron a esperar a la Parca que cortaría el hilo que unía al hombre con la vida.
   Se contaron historias de ánimas, aguardaron  à santa compaña, que ya andaría cerca de la casa, y, en susurros se narraron muchas muertes.
   De vez en cuando se repartían tazones de caldo, así calentaban sus cuerpos y reponían fuerzas para enfrentar la noche que, según transcurrían los acontecimientos,  iba a ser larga.
   En la sala donde se encontraba la cama de enfermo sólo entraban sus hijas y la mujer, que se acercaban  por ver si aún respiraba.
   Entre las voces de las mujeres se mezcló un lamento en el que pareció oírse, "aaaaaaaaaagua".
  Se miraron unas a otras, quedaron unos segundos calladas, y continuaron sus letanías. Al cabo de unos minutos nuevamente sonó el largo aullido, "aaaaaaaaaagua". Y esta vez sí fue un sonido audible. Una de las hijas fue junto al lecho y humedeció los labios de su padre. 
   Las horas nocturnas pasaron con lentitud. Y cada vez que se oía aquel gemido, "aaaaaaaaagua", una de las hijas acudía a aliviar la sed del moribundo.  Las mujeres, cansadas, empezaban a guardar algunos momentos de silencio y, alguna dio una cabezada.
  Desaparecieron búhos, murciélagos y mochuelos y se oyó el primer canto del gallo, y le siguieron otros.  La vida diurna se puso en marcha. La vida de todos menos la del anciano que había llegado a su fin.
   Un revuelo de gente empezó a acercarse para ver al difunto que había sido preparado por sus hijas con mucho detenimiento. Se le puso un traje de chaqueta, se enfundaron sus manos toscas de labrador en blancos guantes y, no sin alguna dificultad, metieron sus pies en unos zapatos de material.  Hasta que estuvo al gusto de sus amortajadoras no fue expuesto a los ojos de los visitantes.
   Se colocó el ataúd sobre cuatro cajones de fruta cubiertos por una colcha negra, se encendieron cuatro cirios rojos y comenzó el duelo. La familia entre sollozos narraba anécdotas de la vida del finado, al mismo tiempo que las plañideras, cumplidoras de su papel, lloraban a lágrima viva, y sus lamentos se extendían a las aldeas cercanas. A la hora acordada los hombres portaron el féretro hasta la capilla.
   A la vuelta del cementerio una de las hijas fue a coger agua del pozo y volvió sin ella porque el pozo se había secado. Ni el pocero, ni nadie pudo explicar aquel fenómeno. Pero lo cierto es que tras esa noche de agonía, el agua había desaparecido.


Historia real ocurrida hace años a una familia de Vigo.
La escuché narrada por un hijo del difunto mientras nos calentábamos las gargantas con una ardiente y dulce "queimada". De madrugada sonaron pasos bajo la ventana de mi dormitorio y una voz de ultratumba pronunciaba mi nombre "Leonoooooooooooooooora". Lo juro.  

domingo, 23 de octubre de 2011

EL TORDO Y EL JAZMÍN



   Anochece en el patio recién regado.
Emana el olor de las aromáticas plantas mojadas. 
Se distinguen el romero y la hierbabuena. La mejorana y el laurel.
Cristalinas gotas resbalan por las ovaladas hojas de la estrilicia, que
se lanzan al vacío desde sus bordes o se deslizan cual riachuelos por su peciolo.
Se oscurece el cárdeno color de las flores de la buganvilla ante la suave luz de las vísperas.
Satisfechas de su belleza, las rosas se pliegan sobre su tálamo para evitar el frío nocturno.
El azofaifo protegido por sus punzantes espinas descansa confiado.
Las salamanquesas, que pasan el día al calor del sol, huyen espantadas 
a ocultarse en grietas y recovecos, esperando que pase el temporal.
El Jazmín desprende un dulzón aroma que va inundando el privado cenobio y
atrae con sus arrullos al negro tordo que duerme cada noche entre sus ramas.
Los silbos y chirridos agudos del ave anuncian la hora del descanso.
El astuto tordo se acerca cauteloso hasta su acogedor refugio. 
Se mueve con destreza por el laberinto de ramas hasta que encuentra su mullido lecho. 
Las suaves y pequeñas hojas verdes dejan al tordo arrellanarse para soñar sus sueños.
Las ramitas acunan al pajarillo y los efluvios de las flores se intensifican con los mecidos.
Las livianas flores blancas del jazmín caen suavemente formando una fragante alfombra.
 El chorro de la  fuente une sus notas al concierto que ha compuesto la naturaleza.
Y el claustro es una amalgama de débiles luces y grises sombras.
Una mezcolanza de dulces sonidos y sabrosos aromas. 




miércoles, 19 de octubre de 2011

ESTE JUEVES : MITOS, LEYENDAS Y CREENCIAS

 


   Corría el mes de febrero de mil novecientos veinte.
   El telegrafista oyó el sonido del mensaje:
                        -- .- -. --- .-.. .. - .-   -. --- ...   .... .-   -.. ..--- .- -.. ---   ...- . -. 
   Las palabras decodificadas eran lacerantes. Salió en busca del chico que le hacía las entregas urgentes.
El muchacho, un jovenzuelo de catorce años, andaba siempre por los alrededores con su vieja bicicleta.
La tenía desde pequeñito y ésta daba la impresión de que crecía a la vez del muchacho. Encontraba utilidad a cualquier pieza que pudiera servirle para reparar desperfectos, un pedal, una rueda vieja, una oxidada cadena.
   Su tiempo, salvo las horas de clase,  lo dedicaba a reparar su querida compañera y a pasear con ella.  Conocía la isla de cabo a rabo. 
   El operador de telégrafos se dirigió a la playa por donde el muchacho solía pasear. Allí estaba, caminando por la arena, dando patadas al aire y a la espuma de las olas que bañaban sus pies descalzos, tiraba piedras sobre la superficie del agua para contar las veces que rebotaban y mientras ejercitaba su cuerpo, sus pensamientos iban revoloteando dentro de su cabeza. Vivía en un espacio indeterminado entre la tierra y las nubes.
   Desde lo alto de un risco se oyó la voz del hombre que sonó en toda la costa de la isla,  y siguió sonando durante horas, girando una y otra vez alrededor de Lanzarote. Fue un eterno eco lastimero.
   El chico vio al hombre agitando los brazos enérgicamente para que se acercara. Corrió hasta las piedras, sacudió la arena de sus pies y se calzó sus ajadas botas de piel de cabra. Durante unos minutos el joven estuvo subiendo el escarpado terreno de piedras oscuras y al llegar arriba, el amigo lo tomó del brazo y lo llevó hasta el camino.
  El mensajero sabía que las urgencias casi siempre entrañaban malas noticias. 
  Sobre una roca de lava petrificada estaba apoyada su bicicleta. Se subió en ella y agarró el cablegrama mientras escuchaba atento las indicaciones del lugar donde debía entregarlo.
   Como un relámpago, desapareció por aquel camino que acababa donde el  embravecido mar arremete contra los peñascos grisáceos, allí donde se alza la regordeta torre de uno de los faros de la isla, en la punta llamada Pechiguera.
   El día empezaba a declinar, la tarde iba envolviendo con luces anaranjadas el paisaje volcánico, el sol lanzaba sus rayos delicadamente, casi horizontales, haciéndolos resbalar sobre las aguas.
  Cuando llegó a la puerta del faro golpeó la manecilla de latón ennegrecido donde figuraban las letras O.P. y esperó durante un rato. El farero había subido a inspeccionar la lámpara.  La puerta de madera se abrió. 
   Don Antonio, que así se llamaba el farero, no era el titular, estaba allí supliendo durante unos meses a un colega enfermo.
   El muchacho entregó el papel y, se marchaba cuando, algo le hizo girarse. La cara del torrero se había demudado y el telegrama había caído de sus manos y volaba llevado por el viento hacia la linterna del faro.
  Su rostro pasó de una expresión de consternación a una de ira y sus manos se cerraron con tal fuerza que las uñas entraron en su carne. Deambuló sin sentido, recorrió de un lado a otro la acera que rodea la casa y luego se lanzó al trote como alma que lleva el diablo por las piedras negras que llegan al mar, por las rubias arenas de las calas que contrastan con la negrura de los alrededores, por caminos y senderos, por peñas y bancales. Corrió durante horas. Varias veces alcanzó al eco.
   Días más tarde se bajaba de un coche de alquiler a la entrada de su vivienda en Sancti Petri, donde hacía unos meses habían quedado su mujer y tres hijos, mientras él hacía aquella sustitución.
   Don Antonio era titular del faro del islote del Castillo, allí estaba su hogar y su familia. Mari Pepa, su esposa, se había quedado cuidando a sus hijos y especialmente a la pequeña Isabel, que unas recurrentes diarreas habían dejado muy débil. Según contaba ella misma muchos años después, se había salvado comiendo uva moscatel, cantidades ingentes de fruta recién cortada de las viñas de Chiclana.
   Tenían otros dos hijos, Antonio y Manolita.
   Manolita era la mayor desde que, Serafín, el primogénito, murió de una hernia mal curada. Manolita era una niña especial, muy inteligente. Su padre solía decir que los ojos de la niña miraban con tal curiosidad que más que mirar parecía que espiaba y cuando hablaba sus palabras  mostraban las inquietudes de una persona imaginativa y soñadora.
   Mari Pepa aparecía angustiada, no sabía muy bien como relatar a su marido los acontecimientos. Comenzó aclarando que la chiquilla estaba saludable, que comía bien y disfrutaba plenamente de la vida, que nada hacía presagiar este suceso. Sollozaba mientras acariciaba a su hija pequeña, tan delicada, con aquellos ojos saltones y nariz respingona, que no entendía nada de lo que ocurría a su alrededor. ¡Cuántas veces dijo Isabel
que sus padres pensarían en aquellos momentos que debía haber sido ella la que hubiera muerto y no su hermosa hija mayor!. Ella nunca llegó a tener hijos y creo que murió sin entender que sus padres jamás habrían pensado eso.
   Don Antonio escuchaba las tristes palabras de su mujer: 
           - La niña vino del colegio como siempre, pero al rato la noté preocupada, cabizbaja, no salió a jugar como siempre a la plaza. Se sentó junto a la ventana que da al espigón  y se puso a trazar líneas con el dedo sobre el cristal de la ventana.  En vano intenté varias veces  llamar su atención pero andaba ensimismada. 
   El vaho de la boca de Manolita servía de improvisada pizarra mágica. Cuando desaparecía exhalaba nuevamente y dibujaba con su dedito sobre el cristal empañado.
         - Ya por la noche, cuando fui a arroparla me miró con esa mirada que siempre acompaña  a sus preocupaciones y me hizo una pregunta a la que no di ninguna importancia. Sabes que siempre se han hecho predicciones acerca del fin del mundo, y la niña estaba alarmada porque había oído decir que el domingo próximo era el último día.
       - Yo reí y le estampé un sonoro beso en su carita mofletuda, salí de su dormitorio y me senté en tu despacho.
   Era viernes y la mujer tenía que revisar su lista de víveres para que el ayudante del farista los trajera de Chiclana.
      - El sábado no observé nada extraño. Fue al colegio y a la vuelta bajó hasta la playa y vino por la arena recogiendo conchas. Siguen ahí, en la mesa de la entrada.
      - Por la tarde estuvo tranquila pero volvió a insistir. " Mamá, ¿el mundo se puede acabar de pronto? Dicen que será el domingo". 
     -¡ Antonio, insistía tanto que empezó a preocuparme!. 
   La madre le explicaba que cada cierto tiempo corría ese mismo rumor, que no hiciera caso,  que al mundo le quedaban muchas vueltas que dar.
    La niña escuchaba atenta. Las palabras de su madre eran tranquilizadoras.
   Al acostarse Manolita se abrazó a su cuello y le pidió que durmiera a su lado. Mari Pepa se acurrucó junto a su hija hasta que sintió el respirar pausado del sueño.
    - Cariño, te aseguro que la chiquilla se quedó tranquila, que colocó sus manitas bajo su mejilla, como hace siempre, y se quedó dormida. Entonces me levanté despacio y fui a dar una vuelta a los niños, luego me acosté en nuestra cama.
   Durante la madrugada de aquel domingo, una densa niebla fue cubriendo el mar, una liviana cortina de humedad ocultaba las ráfagas de luz del faro, por lo que hubo que poner en marcha la sirena, su sonido avisaría a los navegantes de la distancia hasta la costa. Un sonido grave y monótono que acompañó las horas de sueño de los escasos habitantes del poblado marinero, que en esas fechas, por no ser temporada de pesca del atún, se encontraba casi deshabitado.
   Antes de amanecer, la madre fue a arropar a los críos que siempre se destapaban durante la noche, y la neblina había bajado unos grados la temperatura. Al tapar los brazos de la niña noto un frío estremecedor. Acercó los labios a la frente de Manolita y sintió que su piel estaba helada, exageradamente helada, alarmantemente helada.
   En su rostro una sonrisa dulce denotaba una grata paz interior. 

   Aquel domingo había llegado el fin del mundo, no para todos. Los pronósticos fueron verdaderos. 
   Sólo para los que habían creído.