miércoles, 30 de mayo de 2018

ESTE JUEVES: HISTORIAS FAMILIARES







Paco y Sina viven en Cantalapiedra desde que contrajeron matrimonio, y desde el principio se han ido adaptando a la vida tranquila de esta zona rural, adonde los irrefrenables avances tecnológicos llegan con moderación, como si los habitantes de este rincón se negaran a cambiar sus arraigados hábitos.
Paco trabaja en el terreno que compraron cuando las tierras tenían precios asequibles porque nadie quería trabajarlas. Él no pudo hacer la mili porque nació con una pierna un poco más corta que la otra, pero apenas se nota su cojera, sobre todo cuando pasea del brazo de Sina y ambos se balancean con la misma cadencia.
Paco y Sina tardaron unos años en tener su primer hijo, y no por falta de ganas, ni de intentos, sino porque la naturaleza es así de caprichosa. Le llamaron Pedro porque nació el día veintinueve de junio y para evitar problemas con los abuelos decidieron bautizarlo con el nombre del santoral. De todas formas, las relaciones con la familia de Sina no son buenas porque nunca llegaron a aceptar su boda con un muchacho sin estudios y, como decía su madre con muy mala leche, un poco tarado. Sina lo pasa mal por esta situación pero sigue pensando que la mayor tara está en la mente obtusa de su madre.
Pedro, al que todos llaman Pincho porque es extremadamente flaco, va siempre acompañado de su perro, tan flaco como él, un galgo al que unos cazadores dejaron abandonado en la cuneta porque ya no les servía para sus fines. Es un niño alegre al que le encanta ayudar a su padre en las labores del campo, sobre todo cuando toca arar y suben al tractor. Pedro va hablando sin parar, que si cómo se llama ese árbol, que por qué el nido de la golondrina no es igual que el del mirlo, que por qué la lechuza no duerme, y así un no acabar.
–Papá, ¿sabes que vi ayer en el río cuando fui con mis amigos por la tarde hasta la pileta de la roca? ¡Oh, papá, son tan pequeños! Y no se parecen a las ranas.
Y se queda pensativo por unos segundos y vuelve a la carga.
–Papá, cuando yo nací ya me parecía a ti, a que sí. Y también un poco a mamá Sina. Cuando sea mayor seré igualito que tú y yo conduciré el tractor, verdad papá.
Y así una tras otra, sin parar. Y su padre lo escucha y sonríe.
Los días pasan tranquilos en este rincón donde lo realmente importante es ser feliz y lo único que altera un poco su vida, pero muy poquito, es la desaparición del baúl de la tía abuela Mónica.



Esta semana estamos en el blog de Dorotea Lazos y raíces.



sábado, 26 de mayo de 2018

LA HUIDA




Fotografía de Diego Bernal Bugatto


Era una noche oscura y fría del mes de enero. Acostumbrada a la rutina de mi vuelta a casa iba inmersa en mis pensamientos, con las manos enfundadas en unos guantes de lana y la cara perdida entre el gorro y la bufanda. No sé de dónde salió el hombre, debía estar oculto en las sombras de aquella noche sin luna, en alguna esquina del laberinto de callejuelas que se había ido formando a las afueras de la ciudad, pero nada más verlo saltaron todas las alarmas y eché a correr como alma que lleva el diablo, corrí y corrí sin pensar. Corrí sabiendo que me seguía a escasa distancia. Atravesé no sé cuántas calles sin mirar atrás, solo quería avanzar, poner tierra de por medio y alejarme del sonido de sus pasos, de su respiración agitada. Me empezaba a faltar el aliento pero seguí corriendo, cada vez más deprisa, ya había perdido la bufanda y el gorro, y en algún momento también los guantes, pero no sentía frío, al contrario, sudaba y corría y corría, dando traspiés, tropezando, pero sin parar, siempre mirando adelante, con la vista puesta en una zona iluminada que intuía más segura. Hubo momentos que lo sentí tan cerca que incluso pude oler su mirada en mi cuello, y eso me daba fuerzas para aumentar la velocidad, a pesar del cansancio, y era entonces cuando mis piernas extenuadas parecían recuperarse para seguir corriendo, corriendo sin parar, sin pensar en otra cosa que en alcanzar aquella luz salvadora.



miércoles, 2 de mayo de 2018

ESTE JUEVES: UN RELATO A PARTIR DE UNA IMAGEN





María se había levantado temprano, siempre madrugaba, ver amanecer se había convertido en su principal proyecto de futuro, se podría decir que en su único proyecto, más allá todo se perdía en la negrura del miedo y la duda. Después de calentarse el cuerpo con un café amargo como su vida, salió de su casa camino de la capilla donde calentaría su alma y apaciguaría sus penas. Solo en aquel lugar encontraba la paz que tanto ansiaba. Se arrodilló, esta vez sin amenazas, delante del altar en el que varios querubines custodiaban a un ángel más pequeño. Desde que a María se le malogró el embarazo que tanto había deseado, acudía cada mañana a postrarse delante de aquellos niños alados pensando cómo habría sido el hijo que no llegó a conocer.

Esta vez iba a ser diferente, por nada del mundo pondría en peligro la vida del nuevo ser que estaba gestando. Esta vez no se expondría a las patadas y los golpes que venía sufriendo desde hacía ya demasiado tiempo. No comprendía en qué momento su vida dio un vuelco y todo lo que habían soñado juntos se desvaneció en el aire como el humo, convirtiendo su esperado paraíso en este infierno siniestro. Esta vez no esperaría a que se le notara el embarazo porque entonces ya no podría escapar de sus garras. Tenía que desaparecer sin que él tuviera constancia de esta situación o jamás lograría deshacerse de su verdugo, y no estaba dispuesta a permitir que su hijo creciera junto a ese ser iracundo y despiadado. Ahora tenía ya un futuro a largo plazo, más allá de amanecer viva. Ahora otro ser dependía de su fortaleza.






jueves, 26 de abril de 2018

UNA IMAGEN, UNA HISTORIA.



Relato basado en una imagen. Trabajo del capítulo 5 del Curso de Escritura Creativa.


Salimos a navegar antes del alba, los aparejos dispuestos desde hacía más de una semana y acabado de cargar todo lo necesario la tarde anterior. Las velas desplegadas aprovechando el poco viento que soplaba a esas horas tempranas del día. El patrón del barco, un viejo marino de cara bronceada y manos fuertes,  nos había arengado al zarpar, tenía la certeza de que sería una excelente campaña y los nuevos marineros, casi todos muy jóvenes, se hicieron a la mar ilusionados. En tierra quedaban otros barcos que zarparían horas después y la cala se vislumbraba desde lejos como una ensoñación, las arenas húmedas, lecho de diminutos cristales, cubiertas de barcas varadas que se escoraban levemente sobre uno de sus costados, como dormidas. Los veleros, con los mástiles desnudos, el trapo recogido y el bauprés apuntando a la costa escarpada, como lanzas amenazantes. Desde la lejanía se columbraba aún la torre de la iglesia con su domo plateado iluminado por la luz de la luna que todavía alumbraba desde lo alto, perdiéndose poco a poco a medida que la mañana comenzaba a imponerse. Las casas en la falda de la montaña parecía que nos despidieran con sus ventanas iluminadas por los quinqués que las mujeres colocaban cada vez que un barco se hacía a la mar en la oscuridad. Al otro lado del monte, sobre un saliente, el faro seguía con sus intermitentes ráfagas que callarían en cuanto apareciera el sol por el horizonte.  Faltaban horas hasta que nos adentráramos en alta mar, navegábamos despacio, al ritmo que nos marcaba el viento, a toca vela. Nadie, salvo el patrón, sabía con exactitud a dónde nos dirigíamos, dónde se encontraban los caladeros en los que comenzaríamos a faenar. Solo el patrón, encerrado en su camarote, con las cartas marinas desplegadas, iba marcando el rumbo y corrigiendo derivas. En cubierta se respiraba tranquilidad y algunos de los nuevos habían empezado a palidecer afectados por el mareo pero lo disimulaban asomados a la borda como si de pronto se pudiera ver el fondo marino y los incalculables tesoros que las aguas custodian.
La campaña tendría una duración de veintiocho días y desde que zarpamos no volveríamos a tocar tierra hasta pasado ese tiempo. Tendríamos que soportar cambios bruscos de tiempo, tempestades, borrascas, y días de calma chicha, pero volveríamos con una buena captura y nos recibirían como a reyes, las mujeres y los niños esperarían en las rocas que rodean la cala, alegres y esperanzados, deseando ver a lo lejos nuestro velamen inflado tirando con fuerza del velero y la magnífica carga que atesoraríamos en nuestras bodegas.
Yo, sentado cerca del timonel,  seguía tomando nota de todo lo que iba aconteciendo. Era la primera vez que navegaría tantos días sin ver tierra pero me había hecho el firme propósito de terminar de una vez la novela que llevaba años rondándome el pensamiento.




viernes, 20 de abril de 2018

RECUERDOS DE OTRAS TARDES DE AGOSTO





Ana sesteaba junto al pozo, a la sombra de la parra de la que colgaban racimos de uvas moscatel ya maduras. El calor de agosto a esa hora era pegajoso, y el zumbido monótono de las avispas, que andaban alrededor de los granos picando el hollejo para extraer el néctar dulce, le producían un adormecimiento muy agradable.  Ana dormitaba cuando la invadieron  recuerdos de otras tardes de verano, cuando era niña, cuando visitaba a su familia en la casa del huerto.  Los paseos hasta el río, el olor seco que emanaba de la tierra caliente, el mugido lastimero que sonaba desde el establo, lejano, como si el aire cálido impidiera el avance de aquella voz, amortiguándola, el incesante sonido del girar de la noria, con la mula gris, vieja y mal pelada, que no cejaba en su empeño de caminar sin llegar a ninguna parte. Volvió a subirse al granado, correteó entre las plantas de maíz, y hasta pudo oír el crujir de las hojas secas de las panochas. Sonrío al recordar cuando, en sus primeros coqueteos, se pintaba los labios con el jugo purpúreo de las moras; todas las chiquillas lo hacían provocando las burlas de los niños, pero ella lo disfrutaba sintiendo ya a la mujer que la habitaba. La asustó, incluso al evocarlo, el ruido estruendoso del motor del pozo al ponerse en marcha para llenar la alberca del huerto,   siempre le había ocurrido, y sin embargo, en más de una ocasión, se había atrevido a bajar al sótano donde estaba colocado, como enfrentándose ya a sus primeros miedos, en un alarde de valentía.  Un chorro a presión salía por una cañería gruesa, y en unos minutos la alberca reflejaba en el agua los rayos oblicuos de sol camino de su ocaso. Era entonces cuando el conde, que solo lo era por el apellido, trasladaba desde su sembrado, lechugas, coles, acelgas, y otras verduras que arrojaba al agua para que quedaran limpias de tierra, y era allí mismo donde se  metía la chiquillería a refrescarse, jugando entre las hojas verdes y tratando de no rozar mucho con los pies el suelo resbaladizo, cubierto por una capa lamosa de verdín. En su mente adormilada, Ana volvía a oír las voces escandalosas de los niños, y sus risas, y sonreía recordando aquellos momentos, y abría los ojos para cerciorarse de que había vuelto a su patio, a su rutina consoladora, al olor de la dama de noche que inundaba el aire ya más fresco del atardecer.