María
se había levantado temprano, siempre madrugaba, ver amanecer se había
convertido en su principal proyecto de futuro, se podría decir que en su único
proyecto, más allá todo se perdía en la negrura del miedo y la duda. Después de
calentarse el cuerpo con un café amargo como su vida, salió de su casa camino
de la capilla donde calentaría su alma y apaciguaría sus penas. Solo en aquel
lugar encontraba la paz que tanto ansiaba. Se arrodilló, esta vez sin amenazas,
delante del altar en el que varios querubines custodiaban a un ángel más
pequeño. Desde que a María se le malogró el embarazo que tanto había deseado,
acudía cada mañana a postrarse delante de aquellos niños alados pensando cómo
habría sido el hijo que no llegó a conocer.
Esta
vez iba a ser diferente, por nada del mundo pondría en peligro la vida del
nuevo ser que estaba gestando. Esta vez no se expondría a las patadas y los
golpes que venía sufriendo desde hacía ya demasiado tiempo. No comprendía en
qué momento su vida dio un vuelco y todo lo que habían soñado juntos se desvaneció
en el aire como el humo, convirtiendo su esperado paraíso en este infierno siniestro.
Esta vez no esperaría a que se le notara el embarazo porque entonces ya no
podría escapar de sus garras. Tenía que desaparecer sin que él tuviera
constancia de esta situación o jamás lograría deshacerse de su verdugo, y no
estaba dispuesta a permitir que su hijo creciera junto a ese ser iracundo y despiadado.
Ahora tenía ya un futuro a largo plazo, más allá de amanecer viva. Ahora otro
ser dependía de su fortaleza.