Quién podría hablar mejor y con más agradecimiento de la medicina y de todos sus profesionales que alguien que como podéis ver en la imagen ha tenido que verse enganchada a una máquina que, aunque tenía la misión de salvar la vida, lo cierto es que con cada chute me sentía morir. Fue una época que vista desde la distancia parece que no me haya ocurrido. Después de las primeras sesiones mi cuerpo era un despojo humano. Perdido el apetito por las continuas nauseas y vomiteras, de día y de noche, no tenía fuerzas para tirar de mí. Y luego el pelo, cuando se empezó a caer a manojos y tomé la decisión de raparme para no amanecer cada día con una almohada peluda mientras mi cabeza iba mostrando una piel que desde mi niñez más temprana se había ocultado a mis ojos.
Pero lo peor de todo no son los malos ratos que te provoca la quimio, ni las consecuencias de su agresión, ni siquiera es el saber que tienes un diagnóstico que asusta, lo peor es que no sabes si podrás superarlo, si habrá solución, si hay esperanzas, si se han dado casos anteriores con buen pronóstico. Y sí, aunque al principio nadie quiere dar porcentajes, ni hablar de la gravedad de tu caso, llega un momento en que un equipo médico se reúne para estudiar tu situación personal y con una llamada de teléfono, la más esperada y la más temida, te comunican que se hacen cargo de ti, que se interrumpa la quimio y que te prepares para estar fuerte y animada a la hora de entrar en quirófano. Y qué puedo decir de ellos, los mejores, el equipo de cirugía hepato-biliar del hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Una intervención que se preveía muy complicada, y que lo sería, pero que ellos con su gran profesionalidad solventaron en mucho menos tiempo del previsto. La recuperación fue rápida, los resultados inmejorables y lo mejor que no había que volver a la quimio. Para asegurase la total desaparición de células malignas, si hubieran quedado algunas, se optó por la radioterapia mucho menos agresiva y sin efectos secundarios tan molestos. No tengo palabras de agradecimiento para todos los que estuvieron a mi lado en aquellos meses. Y ahora me encuentro como si nunca hubiera estado enferma, solo los controles semestrales me recuerdan que la vida hay que vivirla con intensidad, con la certeza de que hay que aprovechar cada momento. Se olvidan los miedos, los terribles dolores, los días interminables en cuidados intensivos, las incomodidades de los tubos y goteros. Recuerdo que en aquellas horas de soledad intentaba no pensar y sentir el aire del colchón que se iba desplazando por mi espalda, mis nalgas, mis piernas, y luego vuelta atrás, así una y otra vez hasta que el sueño, inducido en parte por la morfina, me hacía perder por un rato la conciencia.

Un gran equipo.