El
destino había querido que Teresa naciera la última de seis hermanos todos varones. Su padre
murió cuando ella era aún una niña y su madre continuó al frente del negocio
que tenía la familia, un bar que abría sus puertas antes del amanecer para dar
los desayunos a los hombres que entraban a trabajar en los astilleros, la mayor
parte de ellos no tomaban nada más que un café y una copa de aguardiente, más
tarde se acercaban en busca de algo más contundente y era entonces cuando la
cocina comenzaba a trabajar a toda marcha.
Teresa
solo fue a la escuela mientras su padre vivía porque luego tuvo que comenzar a trabajar ayudando a su madre,
desde siempre supo que tendría que ocuparse de ella cuando fuera una
anciana y había aceptado su misión como algo natural, ella se tenía que quedar
soltera, ella no podía pensar en amores, ni caricias ni besos ni ajuares, ella
tenía el destino escrito.
Teresa había aceptado aquel destino con docilidad pero no contaba con los ojos azules del muchacho que vino de un pueblo cercano en busca de trabajo en la próspera atarazana, aquel joven que
una mañana entró a desayunar y volvió todas las mañanas siguientes. No esperaba que una mirada pudiera levantar en su
alma una tempestad de sensaciones, aquellos ojos color de mar que le quitaba
el sueño, que le alteraban el pulso y le hacían temblar las piernas al verlo
llegar cada día con el sueño aún envolviéndolo como un aura. Ella se acercaba
con las manos temblorosas haciendo tintinear la taza de café en el platillo a
lo que él respondía con una sonrisa que desalmaba por completo a la muchacha.
Fue
pasando el tiempo y Teresa seguía acercándose al hombre con timidez, sabiendo
que sus vidas, por mucho que lo desearan tendrían que andar caminos diferentes.
Él no pensaba lo mismo, no cejaba en su intento de convencerla de lo inmerecido
de su situación y albergaba la esperanza de que la madre estuviera de acuerdo
en romper tan injusta costumbre. Pero los días pasaban y lo que estaba escrito
era la ley.
En el pueblo todos tienen a Teresa como la joven virtuosa, cosa muy cierta, que ha tenido que renunciar al amor por
su compromiso de hija menor, lo que nadie sabe es que en la ventana del cuarto
de la muchacha de vez en cuando aparece una botella que contiene un mensaje.
El
joven de ojos azul de mar mira todos los días hacia aquel lugar con la
esperanza de verla allí, cómplice de sus amores, señal de que esa noche ambos se encontraran en las ruinas de la
vieja iglesia, allí darán rienda suelta a sus sentimientos contenidos, a ese
montón de sueños que van creciendo en sus entrañas esperando el día señalado
para hacerlos realidad. Nadie sabe, nadie sospecha, es tan ínfimo el detalle y
ellos han aprendido a disimular tan bien sus sentimientos.
Soltando lastre
Allí donde el mar y el cielo se unen,
en aquella lejanía acuesto mi mirada.
Allí donde el sol tiene su morada,
donde los barcos se desvanecen,
allí lanzo el quejio de mi alma atormentada.
El rugido de las olas lo enmascara,
llanto silente,
lágrimas por el mar embebidas,
mensaje de auxilio.
Nada queda de este padecer mío,
aquí donde el mar se vuelve espuma
dejo mis lamentos y tristezas,
y vuelvo a mis días de esperanza
a mi casa y a mi vida.
Una bodega completa en casa de Encarni: Brisa de Venus