Castillo de Olvera, Cádiz
La torre del homenaje era el lugar del castillo en el que la muchacha pasaba la mayor parte del tiempo.
Desde sus ventanas oteaba las tierras que rodeaban la fortaleza. No se cansaba de subir una y otra vez la escalera de piedra en forma de caracol por la que accedía al torreón. Tanta era su ansiedad que no encontraba ningún entretenimiento, pasaba las horas ensimismada, estaba triste, no reía ni siquiera cuando sus criadas venían con chismorreos, no disfrutaba ni cuando con exquisita maestría le ofrecían melodías tocadas en zanfonas y arpas, nada la consolaba.
Junto a la chimenea de uno de los vastos salones tenía colocado un bastidor con una labor de bordado que hacía meses no tocaba, en la tensa tela había dibujado las iniciales de sus nombres cuando supo que Don Alonso la iba a tomar como esposa. Entre la urdimbre y la trama quedaron abandonadas las dos letras, A y E, rodeadas por una guirnalda de flores que con el tiempo se habían marchitado tanto como el amor de Elisenda.
Habían pasado meses desde que su señor partió a la lucha y no había noticias de su regreso. Su desazón crecía cuanto más pensaba en los días que faltarían aún por esperar. La ausencia de su marido la estaba enfermando.
De vez en cuando salía a pasear por los patios, recorría pasadizos, visitaba las cuadras, bajaba a las bodegas, se acercaba a las cocinas, iba a la herrería, todo con tal de acortar las horas, de acelerar la llegada de la noche y el paso de un nuevo día.
Una tarde mientras caminaba por el adarbe de la muralla, divisó entre las almenas una nube de polvo que se acercaba al castillo. Era la tierra seca que levantaban los cascos de las cabalgaduras que volvían de las batallas. Al frente el portador del banderín con el emblema de la familia, a su lado un caballero de armadura que ella reconoció por el penacho que adornaba el yelmo, era su dueño, el poseedor de su deseo.
Bajó dando traspiés por las escaleras y corrió hasta las grandes puertas que ya empezaban a abrirse. El rastrillo mostraba sus agudos dientes desde la altura y el puente levadizo cubrió el foso cayendo casi al tiempo en que los caballos apoyaban las patas delanteras. Un estruendo alertó a todo el personal del castillo que asomaban por las puertas de sus dependencias y se dirigían al patio de armas a dar la bienvenida a Don Alonso y sus huestes.
Cuando Elisenda se hubo cerciorado de que el caballero era su marido se retiró a sus aposentos con la certeza de que su señor iría a visitarla en cuanto se hubiera desecho de su pesada armadura, también estaba segura que no pasaría primero por el baño, no por respeto hacia ella, cosa impensable, pero ni siquiera por su propia comodidad, porque primaba el deseo de poseerla.
Cuando lo vio entrar descubrió en sus ojos el deseo lujurioso que ella tanto odiaba. Nunca hubo miradas de amor. Su matrimonio había sido convenido por las familias pero siempre tuvo la esperanza de que él la amaría.
A pesar de todo se mostró complaciente, sonrío mientras él se iba acercando, había imaginado y esperado este momento desde que él salió a combatir. Elisenda lo miraba nerviosa, expectante.
El se acercó y ella en un arrebato de valor lo atrajo hasta su cuerpo. Ella misma hizo entrar aquella dura pieza que tanto había deseado. La vieja llave abrió el cinturón de castidad que la había martirizado durante tantos meses, dejando en libertad a la mujer.
Elisenda bajó de la cama y corrió escaleras abajo envuelta en su camisola. Se dirigió a las cuadras, montó sobre su yegua y salió del castillo.
Foto actual de Olvera