Al amanecer el carbonero camina hacia el bosque del encinar, va sólo, sobre su vieja carreta, no lleva más compañía que su añeja mula, sus pensamientos y el frío penetrante de la mañana.
Le quedan muchas horas recogiendo ramas, y otras tantas de paciencia. Días y noches de constante vigilancia junto al horno. Construye la parva apilando la madera, cubre el montículo de tierra, palada tras palada, una y otra y otra, así hasta que sus brazos no sienten. Luego enciende el fuego y se mantiene atento a las chimeneas. El color del humo, pasando del denso blanco al azulado y más tarde al transparente avisará al carbonero del momento oportuno para apagarlo. La sabiduría transmitida generación a generación. Mientras espera, ha colocado una manta sobre el suelo, se ha tumbado sobre ella y observa el cielo, la luna tras unas ramas se asoma curiosa y el titilar de las estrellas da vida al oscuro firmamento.
Su mula descansa cerca y espera a que su dueño comience los cuentos de cada noche.
De regreso aunque cansado, va caminando junto a la carreta, no quiere incrementar el trabajo a su noble compañera. Vuelve despacio, arrastrando sus pies por el camino de tierra, tirando de las riendas en un generoso esfuerzo para aliviar la fatiga a su amiga.
Son muchos los días que pasan juntos, solos en medio del encinar, y a quién contar sus miserias, a quién narrar sus recuerdos, a quién decirle que una vez tuvo sueños de grandeza.
La vieja mula lo mira atenta, él sabe que ella entiende sus palabras porque son muchos los días que pasan juntos, solos en medio del encinar.