Paco
y Sina viven en Cantalapiedra desde que contrajeron matrimonio, y desde el
principio se han ido adaptando a la vida tranquila de esta zona rural, adonde
los irrefrenables avances tecnológicos llegan con moderación, como si los
habitantes de este rincón se negaran a cambiar sus arraigados hábitos.
Paco
trabaja en el terreno que compraron cuando las tierras tenían precios
asequibles porque nadie quería trabajarlas. Él no pudo hacer la mili porque
nació con una pierna un poco más corta que la otra, pero apenas se nota su
cojera, sobre todo cuando pasea del brazo de Sina y ambos se balancean con la
misma cadencia.
Paco
y Sina tardaron unos años en tener su primer hijo, y no por falta de ganas, ni
de intentos, sino porque la naturaleza es así de caprichosa. Le llamaron Pedro
porque nació el día veintinueve de junio y para evitar problemas con los
abuelos decidieron bautizarlo con el nombre del santoral. De todas formas, las
relaciones con la familia de Sina no son buenas porque nunca llegaron a aceptar
su boda con un muchacho sin estudios y, como decía su madre con muy mala leche,
un poco tarado. Sina lo pasa mal por esta situación pero sigue pensando que la mayor
tara está en la mente obtusa de su madre.
Pedro,
al que todos llaman Pincho porque es extremadamente flaco, va siempre
acompañado de su perro, tan flaco como él, un galgo al que unos cazadores
dejaron abandonado en la cuneta porque ya no les servía para sus fines. Es un
niño alegre al que le encanta ayudar a su padre en las labores del campo, sobre
todo cuando toca arar y suben al tractor. Pedro va hablando sin parar, que si
cómo se llama ese árbol, que por qué el nido de la golondrina no es igual que
el del mirlo, que por qué la lechuza no duerme, y así un no acabar.
–Papá,
¿sabes que vi ayer en el río cuando fui con mis amigos por la tarde hasta la
pileta de la roca? ¡Oh, papá, son tan pequeños! Y no se parecen a las ranas.
Y se
queda pensativo por unos segundos y vuelve a la carga.
–Papá,
cuando yo nací ya me parecía a ti, a que sí. Y también un poco a mamá Sina.
Cuando sea mayor seré igualito que tú y yo conduciré el tractor, verdad papá.
Y
así una tras otra, sin parar. Y su padre lo escucha y sonríe.
Los
días pasan tranquilos en este rincón donde lo realmente importante es ser feliz
y lo único que altera un poco su vida, pero muy poquito, es la desaparición del
baúl de la tía abuela Mónica.
Esta semana estamos en el blog de Dorotea Lazos y raíces.