Ana sesteaba junto al pozo, a la
sombra de la parra de la que colgaban racimos de uvas moscatel ya maduras. El
calor de agosto a esa hora era sofocante, y el zumbido monótono de las avispas
que andaban alrededor de los frutos dulces le producía un adormecimiento muy
agradable. Ana dormitaba cuando la
invadieron recuerdos de otras tardes de
verano, cuando era niña, cuando visitaba a sus primas en la casa del huerto. Los paseos hasta el río, el olor seco que
emanaba de la tierra caliente, el mugido lastimero que sonaba desde el establo,
un mugido lejano, como si el aire cálido impidiera el avance de aquella voz,
amortiguándola, el incesante sonido del girar de la noria, con la mula gris, vieja
y mal pelada, que no cejaba en su empeño de caminar sin llegar a ninguna parte.
Volvió a subirse al granado, correteó entre las plantas de maíz, y hasta pudo
oír el crujir de las hojas secas de las panochas. La asustó, incluso, al evocarlo, el ruido
estruendoso del motor del pozo que llenaba la alberca del huerto, siempre le había ocurrido, y sin embargo, en
más de una ocasión, se había atrevido a bajar al sótano donde estaba colocado,
como enfrentándose ya a sus primeros miedos. Un grueso chorro a presión salía por una
cañería gruesa, y en unos minutos la alberca reflejaba en el agua los rayos
oblicuos de sol camino de su ocaso. Era entonces cuando el conde, que solo lo
era por el apellido, trasladaba desde su sembrado, lechugas, coles, acelgas, y
otras verduras que arrojaba al agua para que quedaran limpias de tierra, y era allí
mismo donde se metía la chiquillería a
refrescarse, jugando entre las hojas verdes y tratando de no rozar mucho con
los pies el suelo resbaladizo, cubierto por una capa por el verdín. En su mente
adormilada volvía a oír las escandalosas
voces de los niños y sus risas, y sonreía recordando aquellos momentos, y abría
los ojos para cerciorarse de que había vuelto a su patio, a su rutina
consoladora, al olor de la dama de noche que inundaba el aire ya más fresco del
atardecer.
PLAYA DEL CASTILLO
Bienvenidos a este rincón en el que me suelo esconder para relajarme y donde dejo plasmadas alegrías y tristezas. Son las palabras mis mejores aliadas y la única forma de llegar a los amigos que se pasan a leerlas. Espero llegar a vosotros a través de ellas.
lunes, 16 de diciembre de 2019
LA SIESTA
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Leonor
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Relatos
lunes, 10 de diciembre de 2018
CUENTO DE NAVIDAD
Algo
empezaba a notarse en el ambiente. Cada vez que se abrían las puertas del
armario un murmullo apenas audible parecía brotar de las cajas. En ellas
estaban guardados los adornos navideños, los de toda la vida, las bolas de
colores, el muñeco de nieve, el cervatillo plateado, el Papá Noel rechoncho que
había ido perdiendo el color rojo de tanto manoseo, porque los niños se pasaban
todas las fiestas cambiándolo de sitio entre las ramas del árbol, las
guirnaldas de espumillón, las luces intermitentes, el ángel de papel y alas de
algodón que hizo el niño pequeño en la guardería, las piñas doradas, la
estrella fugaz que coronaba el abeto…Ya se acercaba la hora de salir de allí y
alegrar la casa. Estaban expectantes ante lo que iban a volver a vivir, lo que
daba sentido a su encierro durante el resto del año. Los adornos se sentían
nerviosos. Pero pasaban los días y ellos seguían a la espera. Esta vez se
estaban retrasando. En el aire ya bailaban los villancicos y las cocinas olían
a anises y miel. La rutina de la familia
iba cambiando como todos los años por estas fechas. Las vacaciones de los
chiquillos convertían las mañanas en un guirigay festivo, como gorriones al
alba, despertaban deseosos de juegos.
Y
fue cuando oyeron el cántico de los niños de la lotería cuando sus ilusiones se
apagaron, ya no era un retraso, esto era otra cosa, algo inexplicable, algo que
nunca había ocurrido.
En
el salón, la televisión cantaba números mientras Laura presumía ante unos
vecinos de la nueva decoración de su magnífico abeto, haciendo callar a los
niños que preguntaban insistentes por la estrella de Oriente, las piñas
doradas, el ángel de papel y alas de algodón que había hecho el niño pequeño en
la guardería, las luces intermitentes, las guirnaldas de espumillón, el Papá
Noel descolorido, el cervatillo plateado, el muñeco de nieve, las bolas de
colores… sus queridos amigos de toda la vida.
En el armario, la
caja había vuelto a su silencio. Este año, y quizá nunca más volverían a ser protagonistas pero estaban seguros de que los niños nunca los olvidarían.
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Leonor
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Rayuela
domingo, 28 de octubre de 2018
SENSACIONES,EMOCIONES Y SENTIMIENTOS
Fue
el olor a castañas asadas lo que hizo aflorar a su pensamiento otros otoños,
otros fríos, otro tiempo. Fue el humo grisáceo envolviendo los contornos de la
plaza lo que la transportó a aquella tarde de dorondón, cuando el humo y la
niebla se disputaban el espacio, cuando el mundo parecía haberse reducido a los
pocos metros que alcanzaba la vista. Más allá todo quedaba velado y las
personas surgían de aquel universo indefinido como espectros fantasmales, incluso
parecía que se movían con dificultad, como si la bruma les impidiera avanzar.
La niña agarró con fuerza la mano de su tía y siguió caminando a su lado, muy
pegada a su costado, como si el contacto de sus cuerpos la protegiera de
cualquier peligro que pudiera emerger de aquella extraña cortina natural. Caminaron
despacio, atravesando el velo húmedo, la imagen le recordaba sus juegos ante el espejo cuando con el vaho de su respiración caliente formaba una nube en la que se miraba sin verse. Al llegar a la plaza de la Iglesia se oyó
el toque de misa y, aunque el reloj no se veía, dieron la vuelta porque era la hora
de regresar a casa. Fueron éstos, y otros, los recuerdos que la emocionaron al
paso por la vendedora de castañas, al sentir el olor de la candela y ver el
chisporroteo que brotaba por la boca del cañón de hojalata. Atraída por una
fuerza irresistible se acercó al puesto. El calor que desprendía el cucurucho
de papel de estraza calentó sus manos y sintió que su corazón latía con más
fuerza provocándole una inmensa satisfacción. A su lado, como en otros otoños,
su tía caminaba protegiéndola de cualquier amenaza.
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Leonor
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Rayuela
domingo, 17 de junio de 2018
CARTA A UNA AMIGA
Trabajo del capítulo séptimo del curso de escritura creativa.
Querida
amiga:
¡Cómo pasa el
tiempo! Ya he perdido la cuenta de los meses que han pasado desde la última vez
que nos vimos. Nosotras que compartimos una neurona a medias como tantas veces
hemos comentado para reírnos, esa fue una genialidad de tu pareja que descubrió
cuántas coincidencias había en nuestras vidas. Siempre que pienso en ti, cosa
que ocurre a diario, recuerdo aquella frase de Fray Luis de León, como
decíamos ayer, que hicimos nuestra, y es que nosotras tenemos una relación
que sobrepasa el concepto de la temporalidad. Podemos no vernos, no hablar, no
escribirnos, pero siempre estamos juntas, y esa es la magia de la verdadera
amistad.
Cuando nos
conocimos, más concretamente, cuando tú te fijabas en mí al entrar en el aula
en aquellas primeras clases en la facultad, nada hacía presagiar que
llegaríamos a tener en común tantas cosas. Unos meses después llegaste a decirme lo
estúpida que te parecí en aquellos momentos, y yo te confesé que me hacía
gracia tu intenso acento de pueblo, un deje peculiar que con el tiempo llegué a interiorizar de
tal forma que tu voz me evocaba la sierra gaditana, con esa forma cantarina que
tienes de contar las historias que parece que nunca vas a llegar al final de
tanto como te trasladas en el tiempo con el fin de dejarlo todo explicado a la
perfección. Tienes la habilidad de no perder el hilo y al final, después de mil
anécdotas y mil vueltas por el recuerdo, acabas contando lo que en
principio querías contar.
En casa, cuando llamas por teléfono, todos
saben que no estaré disponible hasta pasada una hora, por lo menos, y es que
tenemos tantas cosas de que hablar, querida amiga, que ya me tarda oírte.
Espero que los niños, porque para nosotras siempre
serán niños, estén bien. Dale recuerdos a David, y tú ya sabes, te mando el abrazo
de siempre.
Te quiero mi media neurona.
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Leonor
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miércoles, 30 de mayo de 2018
ESTE JUEVES: HISTORIAS FAMILIARES
Paco
y Sina viven en Cantalapiedra desde que contrajeron matrimonio, y desde el
principio se han ido adaptando a la vida tranquila de esta zona rural, adonde
los irrefrenables avances tecnológicos llegan con moderación, como si los
habitantes de este rincón se negaran a cambiar sus arraigados hábitos.
Paco
trabaja en el terreno que compraron cuando las tierras tenían precios
asequibles porque nadie quería trabajarlas. Él no pudo hacer la mili porque
nació con una pierna un poco más corta que la otra, pero apenas se nota su
cojera, sobre todo cuando pasea del brazo de Sina y ambos se balancean con la
misma cadencia.
Paco
y Sina tardaron unos años en tener su primer hijo, y no por falta de ganas, ni
de intentos, sino porque la naturaleza es así de caprichosa. Le llamaron Pedro
porque nació el día veintinueve de junio y para evitar problemas con los
abuelos decidieron bautizarlo con el nombre del santoral. De todas formas, las
relaciones con la familia de Sina no son buenas porque nunca llegaron a aceptar
su boda con un muchacho sin estudios y, como decía su madre con muy mala leche,
un poco tarado. Sina lo pasa mal por esta situación pero sigue pensando que la mayor
tara está en la mente obtusa de su madre.
Pedro,
al que todos llaman Pincho porque es extremadamente flaco, va siempre
acompañado de su perro, tan flaco como él, un galgo al que unos cazadores
dejaron abandonado en la cuneta porque ya no les servía para sus fines. Es un
niño alegre al que le encanta ayudar a su padre en las labores del campo, sobre
todo cuando toca arar y suben al tractor. Pedro va hablando sin parar, que si
cómo se llama ese árbol, que por qué el nido de la golondrina no es igual que
el del mirlo, que por qué la lechuza no duerme, y así un no acabar.
–Papá,
¿sabes que vi ayer en el río cuando fui con mis amigos por la tarde hasta la
pileta de la roca? ¡Oh, papá, son tan pequeños! Y no se parecen a las ranas.
Y se
queda pensativo por unos segundos y vuelve a la carga.
–Papá,
cuando yo nací ya me parecía a ti, a que sí. Y también un poco a mamá Sina.
Cuando sea mayor seré igualito que tú y yo conduciré el tractor, verdad papá.
Y
así una tras otra, sin parar. Y su padre lo escucha y sonríe.
Los
días pasan tranquilos en este rincón donde lo realmente importante es ser feliz
y lo único que altera un poco su vida, pero muy poquito, es la desaparición del
baúl de la tía abuela Mónica.
Esta semana estamos en el blog de Dorotea Lazos y raíces.
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Leonor
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Mis jueves
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