Fotografía de Diego Bernal Bugatto
Era una noche oscura y fría del mes de enero. Acostumbrada a
la rutina de mi vuelta a casa iba inmersa en mis pensamientos, con las manos
enfundadas en unos guantes de lana y la cara perdida entre el gorro y la
bufanda. No sé de dónde salió el hombre, debía estar oculto en las sombras de
aquella noche sin luna, en alguna esquina del laberinto de callejuelas que se
había ido formando a las afueras de la ciudad, pero nada más verlo saltaron
todas las alarmas y eché a correr como alma que lleva el diablo, corrí y corrí
sin pensar. Corrí sabiendo que me seguía a escasa distancia. Atravesé no sé
cuántas calles sin mirar atrás, solo quería avanzar, poner tierra de por medio
y alejarme del sonido de sus pasos, de
su respiración agitada. Me empezaba a faltar el aliento pero seguí corriendo,
cada vez más deprisa, ya había perdido la bufanda y el gorro, y en algún
momento también los guantes, pero no sentía frío, al contrario, sudaba y corría
y corría, dando traspiés, tropezando, pero sin parar, siempre mirando adelante,
con la vista puesta en una zona iluminada que intuía más segura. Hubo momentos
que lo sentí tan cerca que incluso pude oler su mirada en mi cuello, y eso me daba
fuerzas para aumentar la velocidad, a pesar del cansancio, y era entonces cuando
mis piernas extenuadas parecían recuperarse para seguir corriendo, corriendo
sin parar, sin pensar en otra cosa que en alcanzar aquella luz salvadora.
Me has hecho sentir miedo y correr, un relato muy real. Abrazos
ResponderEliminarUn relato que gana interés desde las primeras líneas, haciendo acompañar a la protagonista, deseando un final feliz. Qué bien escribe.
ResponderEliminarY la luz salvadora se hizo, al fin. Magnífico texto
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