Fue
el olor a castañas asadas lo que hizo aflorar a su pensamiento otros otoños,
otros fríos, otro tiempo. Fue el humo grisáceo envolviendo los contornos de la
plaza lo que la transportó a aquella tarde de dorondón, cuando el humo y la
niebla se disputaban el espacio, cuando el mundo parecía haberse reducido a los
pocos metros que alcanzaba la vista. Más allá todo quedaba velado y las
personas surgían de aquel universo indefinido como espectros fantasmales, incluso
parecía que se movían con dificultad, como si la bruma les impidiera avanzar.
La niña agarró con fuerza la mano de su tía y siguió caminando a su lado, muy
pegada a su costado, como si el contacto de sus cuerpos la protegiera de
cualquier peligro que pudiera emerger de aquella extraña cortina natural. Caminaron
despacio, atravesando el velo húmedo, la imagen le recordaba sus juegos ante el espejo cuando con el vaho de su respiración caliente formaba una nube en la que se miraba sin verse. Al llegar a la plaza de la Iglesia se oyó
el toque de misa y, aunque el reloj no se veía, dieron la vuelta porque era la hora
de regresar a casa. Fueron éstos, y otros, los recuerdos que la emocionaron al
paso por la vendedora de castañas, al sentir el olor de la candela y ver el
chisporroteo que brotaba por la boca del cañón de hojalata. Atraída por una
fuerza irresistible se acercó al puesto. El calor que desprendía el cucurucho
de papel de estraza calentó sus manos y sintió que su corazón latía con más
fuerza provocándole una inmensa satisfacción. A su lado, como en otros otoños,
su tía caminaba protegiéndola de cualquier amenaza.