domingo, 2 de octubre de 2011

PASADO EL ECUADOR

Las tres edades de la mujer de Gustav Klimt.

   
    Llegó Octubre. Apenas he sentido el paso de nueve meses de mi vida. Cuántos momentos han sido tan intensos que se van a quedar en mi recuerdo para siempre. El tiempo dirá.
De momento lo que me duele es este transcurrir tan veloz que tienen los días para mí.
   A medida que voy cumpliendo años aumenta la velocidad, como una pelota cuesta abajo que impulsada por la aceleración va cada vez más rápida, sin posibilidad de frenar salvo que la pare algún obstáculo.
   Recuerdo los largos veranos en los que había tiempo hasta de aburrirse. Se llegaba a desear la vuelta a las clases, la rutina de los quehaceres del curso. Y las tardes después de clase, que daban para juegos, paseos, estudio, televisión. Y ahora las horas vuelan. Llego del trabajo y se me escapan de las manos. En cuanto me descuido ya es hora de poner el despertador y adiós a otro día. Y venga a sustraer, porque pasado el ecuador no sumas años, restas.
   El mes que viene cumplo años y casi no me caben en la boca al nombrarlos.  Hace mucho, mucho, mucho, recuerdo que una amiga de mi tía Isabel, sí, esa tía que está siempre en cualquiera de mis recuerdos, tenía una melena rubia, de pelo liso y la edad de treinta años, pues yo pensaba que cuando fuera tan mayor como ella, quería ser así de moderna y tener el pelo largo aunque fuera ya una vieja. Treinta años vieja. Qué perspectiva!.
   Tengo tres hijos y dos nietos, me he casado dos veces, he sido universitaria, soy profesional de sanidad y una gran aficionada a la cocina y especialmente a la repostería. No he sido ni buena ni mala, como todo el mundo. Al hacer balance de mi pasada media vida hay de todo. A veces pienso que quiero vivir tan intensamente que no estoy viviendo la realidad y al final me voy a ir sin haber tenido una vida auténtica.
   Los cumpleaños, después de los cincuenta, son como un recordatorio de que los proyectos que te planteas cada vez tienen menos plazo de ejecución. Por eso corremos. Queremos tener tiempo de hacer todas las cosas que hemos soñado. Un sonido interior como el tic tac de un viejo reloj de cuerda, va marcando los segundos, los minutos, las horas, y en mi afán de completar ilusiones corro, voy como el conejo blanco de Alicia.
    Que fui una niña feliz lo supe pasado el tiempo, cuando tuve capacidad para comparar mi niñez con la de otros, pero desde siempre me he sentido descontenta, soy inconformista por naturaleza. Fui una niña del montón, no destacaba de las demás, pero dentro de mí vivía otra niña que podía ser una reina, o la más famosa cantante del momento, o la más sofisticada y coqueta de las mujeres, incluso una odalisca envuelta en pañuelos de seda que revoloteaban mientras yo, delante del espejo del armario que había en la sala de mi abuela, giraba y giraba hasta marearme y caer sobre una cama desmayada.
  Mi adolescencia duró poco. Cuando fui madre a los dieciséis años las cosas cambiaron y tuve que madurar de golpe. A pesar de todo algo dentro de mí seguía en ese mundo fantástico que  se apoderaba de mis pensamientos y me llevaba a vivir otras vidas, en otras tierras lejanas, paralelas a mi realidad pero sacándome momentáneamente de ella.
    La madurez ha llegado de puntillas, sin hacer ruido, de pronto. Una mañana me miré al espejo y vi una figura conocida, alguien que se reflejaba frente a mí y vi a la niña soñadora en el fondo de los ojos, allí seguía con la sonrisa pícara de quien va a hacer alguna diablura. 
   Mi segunda edad. Los hijos mayores, la vida planteada, los proyectos cumplidos, las inquietudes apaciguadas, los sueños, qué pasa con los sueños. Hay muchos y mientras los haya es que la niña sigue dentro. Aunque cumpliera cien años ella estaría ahí porque soy yo, nada puede separarnos.
   Cuando llegue a la vejez, cosa que espero, habrá una chispa en mi mirada que quizá sea lo único que quede de mi niña, pero estará conmigo hasta mi último suspiro. A través de sus ojos sigo mirando el mundo y eso hace que lo vea con los ojos que se sorprenden ante las cosas grandiosas, que ven la belleza en las cosas más sencillas, que se asustan y se desvían
ante las barbaridades del hombre.
   Espero que mi tercera edad sea tranquila, que mantenga la autosuficiencia, que no sea una carga para nadie y que la niña que me ha acompañado a través de las tres edades siga mostrándome un mundo lleno de nubes de fresa, de lluvia de caramelos, de montañas de chocolate, de ríos de limonada, de campos de cerezas de azúcar, de panales llenos de dulce miel, de fontanas de frescas natillas, de arco iris de regaliz, un mundo donde se pueda mirar al sol y tocar a la luna, donde se pueda volar aprovechando una corriente de aire y atravezar un bosque observándolo desde las copas de los árboles.
  
  

2 comentarios:

Elisabet dijo...

Yo nunca pienso en la vida que podría haber vivido o la vida que me gustaría vivir. Yo disfruto de la vida que tengo, y de todos los que me acompañan en ella. En la vida no todo es blanco o negro, existen infinidad de colores.

Verónica dijo...

Allá a lo lejos parece que me veo yo también, pero desde hace años... Cuando comienzas a ponerte sólamente una hidratante para la piel y no te importa el micromichelín, es cuando te conviertes en una desconocida para ti misma. es un periodo extraño y cada uno lo siente a una edad. Pero aparece... sino, te conviertes en uno de esos hombres, por ejemplo, que no renuncian a peinarse los cuatro pelos por encima de la calva y se los lleva el viento cuando sopla! hay que saber adaptarse a los años, mal que nos pese, amiga.

beso y café.